/ martes 16 de febrero de 2021

Joyas Chiapanecas | El hijo de la criada


Frisaba los 20 años de edad y estudiaba la carrera de derecho en la Universidad Autónoma Metropolitana de la Ciudad de México, cuando gracias a una buena recomendación de mi padre conseguí empleo como “pasante” en uno de los mejores despachos jurídicos del país.

Los asuntos que se tramitaban en aquella oficina eran de muy elevada cuantía y al abogado, que era el dueño, le gustaba que todos sus trabajadores estuvieran siempre muy bien vestidos. Para apoyarme, mi madre puso a mi disposición sus tarjetas de crédito, y en las mejores tiendas de la capital del país renové mi guardarropa.

Dos trajes completos, uno claro y uno oscuro, un blazer negro, cruzado, de estilo marinero, además de un saco de tweed y otro “Príncipe de Gales” también se agregaron a mi armario, lo mismo que media docena de calcetines, corbatas de seda y hasta zapatos en varios colores complementaron mi renovada imagen, que también incluyó un nuevo corte de cabello que resaltaba mis finas facciones y me daba un aire de persona decente y confiable.

Obviamente mis compañeros de clase se quedaron asombrados y pensaban que había yo conseguido un alto cargo en la Cancillería de la Nación o en alguna oficina igualmente importante. Yo era feliz combinando mis prendas, paseándome por los juzgados con aire de triunfador, aunque en realidad solamente fuera a revisar la lista de acuerdos o a encargar fotocopias.

Sin falsa modestia debo decir que el estudio de la jurisprudencia se me facilitaba bastante, por lo que mi imagen en la universidad era aplaudida por algunos y envidiada por todos, incluyendo a uno que otro profesor que intentó ponerme el pie pero que no lo consiguió.

En cierta ocasión estaba a punto de subir a mi auto, cuando uno de mis compañeros, un mofletudo muchacho moreno con el cabello grueso y parado, como de puercoespín, me alcanzó y entregándome una tarjeta me dijo: “Julio, hoy es mi cumpleaños y voy a tener una comida en mi casa, espero que puedas asistir, aquí te anoté la dirección.”

Agradecí el gesto sin la intención de ir a la fiesta, pero mientras manejaba por la avenida Chapultepec, tomé el trozo de cartón para ver dónde vivía el espinudo, y casi se me caen los anteojos cuando leí que la casa estaba en la calle Bosques de Almendros, en la mejor zona de Bosques de las Lomas.

“Debe ser hijo de la sirvienta”, pensé, y para no quedarme con la duda me apuré a terminar con los pendientes y poder llegar a tiempo. Sobra decir que la casa era un palacio de mármol, cantera y hierro forjado, construido sobre una superficie de casi 5 mil metros cuadrados.

Había cerca de 50 invitados sentados en mesas que rodeaban la alberca estilo romano, y el festejado, a quien no le llevé regalo, me condujó hasta donde estaba su padre para que lo conociera, y después me sentó con los otros pocos convidados de la universidad.

Sin salir de mi asombro, solicité ir al baño para refrescarme y se me indicó el camino, que me hizo atravesar salones y salones llenos de obras de arte y antigüedades. Había muchas firmas, pero a mí me llamó la atención el retrato de una dama, vestida al estilo “sixties”, pintado por el inconfundible pincel de Juan O’Gorman.

El cuadro tenía una dedicatoria autógrafa del célebre artista, en el que ponderaba a la modelo (la madre de mi compañero de clases) como una de las más prominentes damas de la sociedad veracruzana. “Y yo que pensaba que era hijo de la criada”, me dije. “Realmente eres imbécil”, me contesté.


REDES SOCIALES

Facebook: Julio Domínguez Balboa

Instagram: @gran_duque_julio

Twiteer: @hermosoduque


Frisaba los 20 años de edad y estudiaba la carrera de derecho en la Universidad Autónoma Metropolitana de la Ciudad de México, cuando gracias a una buena recomendación de mi padre conseguí empleo como “pasante” en uno de los mejores despachos jurídicos del país.

Los asuntos que se tramitaban en aquella oficina eran de muy elevada cuantía y al abogado, que era el dueño, le gustaba que todos sus trabajadores estuvieran siempre muy bien vestidos. Para apoyarme, mi madre puso a mi disposición sus tarjetas de crédito, y en las mejores tiendas de la capital del país renové mi guardarropa.

Dos trajes completos, uno claro y uno oscuro, un blazer negro, cruzado, de estilo marinero, además de un saco de tweed y otro “Príncipe de Gales” también se agregaron a mi armario, lo mismo que media docena de calcetines, corbatas de seda y hasta zapatos en varios colores complementaron mi renovada imagen, que también incluyó un nuevo corte de cabello que resaltaba mis finas facciones y me daba un aire de persona decente y confiable.

Obviamente mis compañeros de clase se quedaron asombrados y pensaban que había yo conseguido un alto cargo en la Cancillería de la Nación o en alguna oficina igualmente importante. Yo era feliz combinando mis prendas, paseándome por los juzgados con aire de triunfador, aunque en realidad solamente fuera a revisar la lista de acuerdos o a encargar fotocopias.

Sin falsa modestia debo decir que el estudio de la jurisprudencia se me facilitaba bastante, por lo que mi imagen en la universidad era aplaudida por algunos y envidiada por todos, incluyendo a uno que otro profesor que intentó ponerme el pie pero que no lo consiguió.

En cierta ocasión estaba a punto de subir a mi auto, cuando uno de mis compañeros, un mofletudo muchacho moreno con el cabello grueso y parado, como de puercoespín, me alcanzó y entregándome una tarjeta me dijo: “Julio, hoy es mi cumpleaños y voy a tener una comida en mi casa, espero que puedas asistir, aquí te anoté la dirección.”

Agradecí el gesto sin la intención de ir a la fiesta, pero mientras manejaba por la avenida Chapultepec, tomé el trozo de cartón para ver dónde vivía el espinudo, y casi se me caen los anteojos cuando leí que la casa estaba en la calle Bosques de Almendros, en la mejor zona de Bosques de las Lomas.

“Debe ser hijo de la sirvienta”, pensé, y para no quedarme con la duda me apuré a terminar con los pendientes y poder llegar a tiempo. Sobra decir que la casa era un palacio de mármol, cantera y hierro forjado, construido sobre una superficie de casi 5 mil metros cuadrados.

Había cerca de 50 invitados sentados en mesas que rodeaban la alberca estilo romano, y el festejado, a quien no le llevé regalo, me condujó hasta donde estaba su padre para que lo conociera, y después me sentó con los otros pocos convidados de la universidad.

Sin salir de mi asombro, solicité ir al baño para refrescarme y se me indicó el camino, que me hizo atravesar salones y salones llenos de obras de arte y antigüedades. Había muchas firmas, pero a mí me llamó la atención el retrato de una dama, vestida al estilo “sixties”, pintado por el inconfundible pincel de Juan O’Gorman.

El cuadro tenía una dedicatoria autógrafa del célebre artista, en el que ponderaba a la modelo (la madre de mi compañero de clases) como una de las más prominentes damas de la sociedad veracruzana. “Y yo que pensaba que era hijo de la criada”, me dije. “Realmente eres imbécil”, me contesté.


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