/ lunes 15 de noviembre de 2021

Joyas Chiapanecas | El Nene de Tapachula 

Desde muy pequeño, Andrés llamaba la atención por ser un niño carismático y muy bello, pero con arranques emocionales extremos e impropios para su edad. Hijo único de una joven y acaudalada pareja de Tapachula, vivía rodeado de sirvientes que se desvivían en complacerlo.

Nadie negaba nada al pequeño Andrés, al contrario, todos sus caprichos eran satisfechos y hasta sus profesoras le tenían respeto, pues sabían que el padre era un hombre muy poderoso en Chiapas, capaz de destruir la carrera y hasta la vida de quien osara hacer sentir mal a su heredero.

Así creció Andrés: amado por su madre, su padre, sus abuelos y hasta por sus criados, a pesar de tratarlos despóticamente, lo que ellos no solamente toleraban sino que consideraban una peculiaridad en la personalidad del niño.

Al llegar a la adolescencia, Andrés se transformó en un muchacho sumamente guapo: alto, fornido, con facciones muy finas y el cabello rubio, muy rubio. Un espécimen muy extraño para ser chiapaneco, y a quien dejar la niñez no le ayudó a mejorar en su carácter explosivo e imprevisible. Quien lo veía por vez primera quedaba deslumbrado con la belleza del jovencito, pero los arranques de éste, sus malos modos y caprichos desencantaban a cualquiera.

El padre había planeado que su hijo estudiara en Estados Unidos, en los colegios más caros, ya los tenía identificados, pero al muchacho no le interesaban ese tipo de cosas, decía que a ganar dinero se aprende solamente haciéndolo, y desde que pudo se inició en los negocios, sobresaliendo efectivamente en el arte de ganar pesos y multiplicarlos.

Todos los que conocían el “who’s who” de Chiapas, sabían que Andrés era uno de los mejores partidos de la sociedad, y muchísimas “niñas bien”, perdieron su virginidad con él, tratando de hacer realidad el sueño de tener un esposo adinerado, guapo y de buen apellido.

Pero Andrés jamás pensó en el matrimonio, para él las mujeres solamente servían para dar satisfacción sexual y como adornos, como trofeos, eran desechables, no eran dignas de ser apreciadas de otra manera. En contra de lo que pudiera pensarse, esa forma de ser atraía a las chicas en lugar de apartarlas. Andrés era sumamente asediado y él presumía de ser el seductor número uno. Entre más jóvenes eran sus conquistas, más satisfecho se sentía, sobre todo, si las nenas pertenecían a las familias de la oligarquía.

Con la edad, Andrés también empezó a aficionarse a las drogas y al alcohol. Casi siempre estaba borracho, la cocaína lo reanimaba y le daba valor para hacer cualquier cosa y los cigarrillos de marihuana lo relajaban cuando se sentía muy tenso.

Eternos adoradores del dinero, todos quienes rodeaban a Andrés habían aprendido a lidiar con el errático comportamiento que el joven tenía a causa de sus adicciones, y a nadie le importaban cosas como la cantidad de automóviles que el chico destruyó por manejar borracho, ni una violación de la que siempre lo acusó una muchacha pobre a la que nadie jamás le hizo caso precisamente por eso, por ser pobre.

Aunque el joven Andrés nunca lo admitió, a veces perdía el control y se derrumbaba emocionalmente. Se ponía ansioso, melancólico y le daba por llorar. En cierta ocasión, eso le sucedió en una casa campestre que su familia tenía cerca de Playa Linda. Por la mañana había llegado con un grupo de amigos, a los que los sirvientes atendieron como si fueran dioses. Se sirvieron las mejores botanas y se descorcharon las botellas más caras. Para las dos de la tarde, Andrés y sus amigos ya estaban muy borrachos y no faltó el que sacara la cocaína. De inmediato, todos empezaron a consumir aquel narcótico, ya fuera inhalándolo o fumándolo.

Sin embargo, algo sucedía en aquella ocasión en el cerebro del joven, ya que de buenas a primeras, rompió en un llanto inconsolable, que no lograba disimular. Los amigos trataron de calmarlo, de hacerlo entrar en razón, pero él, por toda respuesta, les mentaba la madre, hasta que Alicia, una muchacha tan bella y tan rica como Andrés, se le enfrentó y le dijo que se callara el hocico, que ella no había ido hasta allá para soportar “niños chillones”, lo cual provocó que el llanto de Andrés fuera en aumento.

Para tranquilizar al anfitrión, sus amigos decidieron decirle que por “llorón” iban a dejarlo solo en aquel palacete rural, que ellos se regresarían en aquel mismo momento a Tuxtla y que no pensaban cargar con él; que como no llevaba carro propio tendría que dormir ahí y que seguramente uno de los choferes de su familia iría a recogerlo al día siguiente. Todo era una treta para que Andrés entrara en juicio. Solamente iban a dar una vuelta en el auto y volverían por el muchacho para regresar a Tapachula.

Desde la puerta, el dueño de la casa suplicaba a sus compañeros de juerga que no se fueran, que no lo dejaran solo, y no dejaba de berrear. Los amigos fingieron partir y después de media hora de merodear por los alrededores volvieron a la casa campestre, solamente para descubrir el cuerpo inerte de Andrés, colgando de la rama de una palmera, a la que había atado una cuerda para ahorcarse.

Desde muy pequeño, Andrés llamaba la atención por ser un niño carismático y muy bello, pero con arranques emocionales extremos e impropios para su edad. Hijo único de una joven y acaudalada pareja de Tapachula, vivía rodeado de sirvientes que se desvivían en complacerlo.

Nadie negaba nada al pequeño Andrés, al contrario, todos sus caprichos eran satisfechos y hasta sus profesoras le tenían respeto, pues sabían que el padre era un hombre muy poderoso en Chiapas, capaz de destruir la carrera y hasta la vida de quien osara hacer sentir mal a su heredero.

Así creció Andrés: amado por su madre, su padre, sus abuelos y hasta por sus criados, a pesar de tratarlos despóticamente, lo que ellos no solamente toleraban sino que consideraban una peculiaridad en la personalidad del niño.

Al llegar a la adolescencia, Andrés se transformó en un muchacho sumamente guapo: alto, fornido, con facciones muy finas y el cabello rubio, muy rubio. Un espécimen muy extraño para ser chiapaneco, y a quien dejar la niñez no le ayudó a mejorar en su carácter explosivo e imprevisible. Quien lo veía por vez primera quedaba deslumbrado con la belleza del jovencito, pero los arranques de éste, sus malos modos y caprichos desencantaban a cualquiera.

El padre había planeado que su hijo estudiara en Estados Unidos, en los colegios más caros, ya los tenía identificados, pero al muchacho no le interesaban ese tipo de cosas, decía que a ganar dinero se aprende solamente haciéndolo, y desde que pudo se inició en los negocios, sobresaliendo efectivamente en el arte de ganar pesos y multiplicarlos.

Todos los que conocían el “who’s who” de Chiapas, sabían que Andrés era uno de los mejores partidos de la sociedad, y muchísimas “niñas bien”, perdieron su virginidad con él, tratando de hacer realidad el sueño de tener un esposo adinerado, guapo y de buen apellido.

Pero Andrés jamás pensó en el matrimonio, para él las mujeres solamente servían para dar satisfacción sexual y como adornos, como trofeos, eran desechables, no eran dignas de ser apreciadas de otra manera. En contra de lo que pudiera pensarse, esa forma de ser atraía a las chicas en lugar de apartarlas. Andrés era sumamente asediado y él presumía de ser el seductor número uno. Entre más jóvenes eran sus conquistas, más satisfecho se sentía, sobre todo, si las nenas pertenecían a las familias de la oligarquía.

Con la edad, Andrés también empezó a aficionarse a las drogas y al alcohol. Casi siempre estaba borracho, la cocaína lo reanimaba y le daba valor para hacer cualquier cosa y los cigarrillos de marihuana lo relajaban cuando se sentía muy tenso.

Eternos adoradores del dinero, todos quienes rodeaban a Andrés habían aprendido a lidiar con el errático comportamiento que el joven tenía a causa de sus adicciones, y a nadie le importaban cosas como la cantidad de automóviles que el chico destruyó por manejar borracho, ni una violación de la que siempre lo acusó una muchacha pobre a la que nadie jamás le hizo caso precisamente por eso, por ser pobre.

Aunque el joven Andrés nunca lo admitió, a veces perdía el control y se derrumbaba emocionalmente. Se ponía ansioso, melancólico y le daba por llorar. En cierta ocasión, eso le sucedió en una casa campestre que su familia tenía cerca de Playa Linda. Por la mañana había llegado con un grupo de amigos, a los que los sirvientes atendieron como si fueran dioses. Se sirvieron las mejores botanas y se descorcharon las botellas más caras. Para las dos de la tarde, Andrés y sus amigos ya estaban muy borrachos y no faltó el que sacara la cocaína. De inmediato, todos empezaron a consumir aquel narcótico, ya fuera inhalándolo o fumándolo.

Sin embargo, algo sucedía en aquella ocasión en el cerebro del joven, ya que de buenas a primeras, rompió en un llanto inconsolable, que no lograba disimular. Los amigos trataron de calmarlo, de hacerlo entrar en razón, pero él, por toda respuesta, les mentaba la madre, hasta que Alicia, una muchacha tan bella y tan rica como Andrés, se le enfrentó y le dijo que se callara el hocico, que ella no había ido hasta allá para soportar “niños chillones”, lo cual provocó que el llanto de Andrés fuera en aumento.

Para tranquilizar al anfitrión, sus amigos decidieron decirle que por “llorón” iban a dejarlo solo en aquel palacete rural, que ellos se regresarían en aquel mismo momento a Tuxtla y que no pensaban cargar con él; que como no llevaba carro propio tendría que dormir ahí y que seguramente uno de los choferes de su familia iría a recogerlo al día siguiente. Todo era una treta para que Andrés entrara en juicio. Solamente iban a dar una vuelta en el auto y volverían por el muchacho para regresar a Tapachula.

Desde la puerta, el dueño de la casa suplicaba a sus compañeros de juerga que no se fueran, que no lo dejaran solo, y no dejaba de berrear. Los amigos fingieron partir y después de media hora de merodear por los alrededores volvieron a la casa campestre, solamente para descubrir el cuerpo inerte de Andrés, colgando de la rama de una palmera, a la que había atado una cuerda para ahorcarse.