/ martes 1 de junio de 2021

Joyas Chiapanecas | El niño de las Lomas


A finales de los años 70 hubo un crimen que conmocionó como pocos a toda la sociedad mexicana. En pleno Paseo de Las Palmas, de las Lomas de Chapultepec, uno de los barrios más distinguidos de la Ciudad de México, famoso por la opulencia de los palacios que ahí mandó a construirse la nueva alta burguesía surgida de la Revolución, un ex gobernador y su distinguida esposa fueron descuartizados vivos a machetazos.

El fuego de tan sangrienta anécdota se avivó cuando se dio a conocer la presunta responsabilidad del nieto de la pareja, un “junior” a quien en teoría se estaba preparando para ser presidente de la República. Morboso, como siempre he sido, no perdía detalle de lo que aparecía a diario en los periódicos, y me deleité unos cuantos años después con la novela de no-ficción que sobre el asunto escribió el prestigiado autor mexicano Vicente Leñero, ya fallecido.

Cuando era estudiante universitario, un amigo mío, miembro también de una familia revolucionaria pero venida a menos, nos invitó a un grupo de compañeros de escuela a pasar un fin de semana en Tequesquitengo, un lago del estado de Morelos en el que se practican los deportes acuáticos. “Ahí tenía una propiedad la familia involucrada en el doble asesinato” pensé cuando acepté la oferta, pero no mencioné nada al respecto.

La casa a la que llegamos había visto sus mejores glorias en la época de Miguel Alemán, pero cuando yo la conocí era una ruina. Nadie cuidaba los jardines, las habitaciones eran un desastre, los baños de mármol estaban cubiertos de sarro y la piscina además de vacía, estaba fracturada. Sin embargo, aquella residencia conservaba algo de su garbo y estaba ubicada en una de las mejores bahías de la laguna. Justamente enfrente, tan sólo separada por un brazo de agua, se erguía una mansión, perfectamente visible, en la que un grupo de personas pasaron una temporada muy similar a la que estuvimos nosotros.

Yo no dejaba de observar a aquella gente, pues incluso el fondo de la alberca era de cristal y yo los veía bucear, asolearse, beber un trago, tirarse en los camastros a leer, etc. No tardé mucho en atar los cabos: se trataba de la misma familia del crimen.

Fui identificando a los personajes, imaginaba lo que pensaban, lo que hacían, lo que comían, sin saberse tan profundamente observados. Los trajes de baño, los vestidos de noche, las joyas, las lanchas, los esquíes, todo quedaba registrado en mi memoria, de donde eran tomados por mi imaginación para hacer mi propia historia. Sin embargo, los huéspedes de la casa arruinada en la que yo estaba, apretujados en un Volkswagen, regresamos de un solo tirón a la Ciudad de México, con la ilusión de volver a ser invitados, lo cual, por desgracia, en mi caso, no ocurrió.


E Mail: santapiedra@gmail.com



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A finales de los años 70 hubo un crimen que conmocionó como pocos a toda la sociedad mexicana. En pleno Paseo de Las Palmas, de las Lomas de Chapultepec, uno de los barrios más distinguidos de la Ciudad de México, famoso por la opulencia de los palacios que ahí mandó a construirse la nueva alta burguesía surgida de la Revolución, un ex gobernador y su distinguida esposa fueron descuartizados vivos a machetazos.

El fuego de tan sangrienta anécdota se avivó cuando se dio a conocer la presunta responsabilidad del nieto de la pareja, un “junior” a quien en teoría se estaba preparando para ser presidente de la República. Morboso, como siempre he sido, no perdía detalle de lo que aparecía a diario en los periódicos, y me deleité unos cuantos años después con la novela de no-ficción que sobre el asunto escribió el prestigiado autor mexicano Vicente Leñero, ya fallecido.

Cuando era estudiante universitario, un amigo mío, miembro también de una familia revolucionaria pero venida a menos, nos invitó a un grupo de compañeros de escuela a pasar un fin de semana en Tequesquitengo, un lago del estado de Morelos en el que se practican los deportes acuáticos. “Ahí tenía una propiedad la familia involucrada en el doble asesinato” pensé cuando acepté la oferta, pero no mencioné nada al respecto.

La casa a la que llegamos había visto sus mejores glorias en la época de Miguel Alemán, pero cuando yo la conocí era una ruina. Nadie cuidaba los jardines, las habitaciones eran un desastre, los baños de mármol estaban cubiertos de sarro y la piscina además de vacía, estaba fracturada. Sin embargo, aquella residencia conservaba algo de su garbo y estaba ubicada en una de las mejores bahías de la laguna. Justamente enfrente, tan sólo separada por un brazo de agua, se erguía una mansión, perfectamente visible, en la que un grupo de personas pasaron una temporada muy similar a la que estuvimos nosotros.

Yo no dejaba de observar a aquella gente, pues incluso el fondo de la alberca era de cristal y yo los veía bucear, asolearse, beber un trago, tirarse en los camastros a leer, etc. No tardé mucho en atar los cabos: se trataba de la misma familia del crimen.

Fui identificando a los personajes, imaginaba lo que pensaban, lo que hacían, lo que comían, sin saberse tan profundamente observados. Los trajes de baño, los vestidos de noche, las joyas, las lanchas, los esquíes, todo quedaba registrado en mi memoria, de donde eran tomados por mi imaginación para hacer mi propia historia. Sin embargo, los huéspedes de la casa arruinada en la que yo estaba, apretujados en un Volkswagen, regresamos de un solo tirón a la Ciudad de México, con la ilusión de volver a ser invitados, lo cual, por desgracia, en mi caso, no ocurrió.


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