/ martes 31 de agosto de 2021

Joyas chiapanecas | Excelentísima Señora Embajadora


La señora Palma era la esposa de un diplomático mexicano, que había pasado la mayor parte de su vida fuera del país, ya que la primera vez que su esposo fue nombrado embajador, ella andaría alrededor de los veinticinco años.

Hija de un general revolucionario, vivió de niña en Polanco, de jovencita en las Lomas de Chapultepec, y de recién casada en el Pedregal de San Ángel.

Después acompañó a su marido a varios países de Europa, en donde brilló como la bellísima y morena esposa del embajador de una “república bananera sudamericana llamada México”.

Cada uno de sus hijos nació en un lugar distinto y, aunque ella no estaba en el país, al morir sus padres recibió una jugosa herencia que le administraba el despacho jurídico para el que yo trabajaba a principios de los años 80.

Para entonces, el esposo de la señora Palma también ya había fallecido y ella había regresado a México rondando los setenta años de edad, pero muy bella y refinada: delgada, elegante, arreglada, una señora en el estricto sentido del término.

“Hoy vas a tener que atender a la señora Palma porque todos vamos a estar muy ocupados”, me dijo mi jefe en el despacho, con la consigna de que le “dorara la píldora”, pues su asunto estaba empantanado.

Con curiosa ansiedad, esperé a la mujer pues, aunque había oído hablar mucho de ella, nunca la había visto en persona, y sinceramente me moría de ganas de conocerla.

La dama llegó puntual a la cita, radiante, aparentando veinte años menos con un vestido de gasa color crudo y un magnífico aderezo de esmeraldas y diamantes montados en platino.

Usaba el cabello esponjado, estilo Jackie O en los años 70, lo que le daba un cierto aire anticuado, pero no le restaba elegancia ni glamour.

Embelesado estuve platicando con ella alrededor de veinte minutos y cuando se percató de que yo no tenía ni idea de sus asuntos, muy cortés se despidió sin perder jamás la sonrisa.

Pocos días después de aquella entrevista, mi jefe me llamó nuevamente a su oficina y me pidió que me encargara de que se publicara una esquela en todos los periódicos de circulación nacional, pues la señora Palma había muerto víctima de un infarto fulminante.


La señora Palma era la esposa de un diplomático mexicano, que había pasado la mayor parte de su vida fuera del país, ya que la primera vez que su esposo fue nombrado embajador, ella andaría alrededor de los veinticinco años.

Hija de un general revolucionario, vivió de niña en Polanco, de jovencita en las Lomas de Chapultepec, y de recién casada en el Pedregal de San Ángel.

Después acompañó a su marido a varios países de Europa, en donde brilló como la bellísima y morena esposa del embajador de una “república bananera sudamericana llamada México”.

Cada uno de sus hijos nació en un lugar distinto y, aunque ella no estaba en el país, al morir sus padres recibió una jugosa herencia que le administraba el despacho jurídico para el que yo trabajaba a principios de los años 80.

Para entonces, el esposo de la señora Palma también ya había fallecido y ella había regresado a México rondando los setenta años de edad, pero muy bella y refinada: delgada, elegante, arreglada, una señora en el estricto sentido del término.

“Hoy vas a tener que atender a la señora Palma porque todos vamos a estar muy ocupados”, me dijo mi jefe en el despacho, con la consigna de que le “dorara la píldora”, pues su asunto estaba empantanado.

Con curiosa ansiedad, esperé a la mujer pues, aunque había oído hablar mucho de ella, nunca la había visto en persona, y sinceramente me moría de ganas de conocerla.

La dama llegó puntual a la cita, radiante, aparentando veinte años menos con un vestido de gasa color crudo y un magnífico aderezo de esmeraldas y diamantes montados en platino.

Usaba el cabello esponjado, estilo Jackie O en los años 70, lo que le daba un cierto aire anticuado, pero no le restaba elegancia ni glamour.

Embelesado estuve platicando con ella alrededor de veinte minutos y cuando se percató de que yo no tenía ni idea de sus asuntos, muy cortés se despidió sin perder jamás la sonrisa.

Pocos días después de aquella entrevista, mi jefe me llamó nuevamente a su oficina y me pidió que me encargara de que se publicara una esquela en todos los periódicos de circulación nacional, pues la señora Palma había muerto víctima de un infarto fulminante.