/ sábado 22 de mayo de 2021

Joyas Chiapanecas | La culpa es de los españoles


Cuando estudiaba el tercer año de primaria, tenía una profesora que a la que adoraba, la que no era muy alta, pero tenía un rostro precioso, el cabello largo, castaño y sedoso, además de un encanto especial para hablar. Era muy dulce sin llegar a ser empalagosa.


Frisaba los 20 años y usaba una bata de algodón a rayas sobre su ropa, siguiendo los lineamientos del colegio para uniformar al personal académico, pero lo poco que podía apreciarse de su atuendo personal siempre me hacía soñar en lo guapa que era.


Hablaba con un tono medio afectado, como todas las chicas mexicanas que son de buena familia, y era sumamente risueña, además de imaginativa y soñadora, lo cual se reflejaba al momento de impartir la clase de historia de México, en la que nos platicaba relatos épicos de la Conquista, en los que, al igual que en los libros de texto gratuito, los españoles eran los malos y los indios, los buenos.


Aterrorizado la escuchaba hablarnos sobre la traición de los tlaxcaltecas, la matanza de Otumba, la forma en la que le quemaron los pies a Cuauhtémoc, el intercambio de espejitos por oro macizo y cosas así y ella, la profesora, al advertir el efecto de sus palabras sobre mí, la verdad sobreactuaba un poco, pero yo igual la escuchaba extasiado y daba gracias a Dios por tener un mesa-banco de primera fila.


Recuerdo una mañana en la que la profesora nos estaba platicando que Pedro de Alvarado había convocado a una fiesta a los señores principales de Tenochtitlán y ahí mismo los había degollado, cuando sin poder evitarlo grité a voz en cuello: ¡pinches españoles, siempre han sido una bola de cabrones! Solamente dos o tres veces en mi vida he actuado o hablado de manera automática, sin medir las consecuencias, y ésa fue una de ellas.


Furiosa, la docente clavó sus ojos en mí, y transfigurada en “serpiente emplumada” me dijo: no sé por qué dices eso, mi papá es español y no tiene nada de cabrón, él es un santo, para luego soltarse indignada en un llanto que se volvía más dramático con sus lágrimas y gemidos. Yo me sentía muy mal e intenté pedirle una disculpa, pero solamente obtuve un gélido rechazo y la petición hecha al aire de que me sacaran de ahí.


“Pinche, Julio ¿por qué siempre te encargas de darle en la madre a todo lo que nos gusta?”, me preguntó en voz baja un compañero, y yo, aunque estaba confundido y dolido, me preguntaba a mí mismo: ¿yo qué? ¡la culpa es de los españoles!


Sea como fuese, la directora de la escuela ordenó que se me cambiara de grupo, lo cual me afectó mucho el ánimo porque fui a dar a un sitio ajeno para mí, en el que mi lugar estaba junto al de un niño paralítico con problemas de lenguaje, en la última fila, la del fondo.


Mi nueva profesora me odiaba sin conocerme, por solidaridad con su compañera, y era muy distinta a la otra maestra. Ésta era flaca, muy morena, tenía tipo de indígena y muy malos modos. Tenía el pelo teñido de rubio y el esmalte de sus uñas estaba completamente escarapelado.


Una mañana entre tantas, en clase de historia, la profesora nos explicó que después de la Conquista, cuando se establecieron las encomiendas, los indios eran marcados con un hierro candente en plena cara, para identificar a que amo pertenecían, y yo me indigné. En voz baja volví a vociferar en contra de los españoles, pero ni la maestra ni nadie más alcanzó a escucharme. Nadie, excepto el paralítico que se reía sin entender nada mientras un hilo de baba le escurría de la comisura de sus labios.



Cuando estudiaba el tercer año de primaria, tenía una profesora que a la que adoraba, la que no era muy alta, pero tenía un rostro precioso, el cabello largo, castaño y sedoso, además de un encanto especial para hablar. Era muy dulce sin llegar a ser empalagosa.


Frisaba los 20 años y usaba una bata de algodón a rayas sobre su ropa, siguiendo los lineamientos del colegio para uniformar al personal académico, pero lo poco que podía apreciarse de su atuendo personal siempre me hacía soñar en lo guapa que era.


Hablaba con un tono medio afectado, como todas las chicas mexicanas que son de buena familia, y era sumamente risueña, además de imaginativa y soñadora, lo cual se reflejaba al momento de impartir la clase de historia de México, en la que nos platicaba relatos épicos de la Conquista, en los que, al igual que en los libros de texto gratuito, los españoles eran los malos y los indios, los buenos.


Aterrorizado la escuchaba hablarnos sobre la traición de los tlaxcaltecas, la matanza de Otumba, la forma en la que le quemaron los pies a Cuauhtémoc, el intercambio de espejitos por oro macizo y cosas así y ella, la profesora, al advertir el efecto de sus palabras sobre mí, la verdad sobreactuaba un poco, pero yo igual la escuchaba extasiado y daba gracias a Dios por tener un mesa-banco de primera fila.


Recuerdo una mañana en la que la profesora nos estaba platicando que Pedro de Alvarado había convocado a una fiesta a los señores principales de Tenochtitlán y ahí mismo los había degollado, cuando sin poder evitarlo grité a voz en cuello: ¡pinches españoles, siempre han sido una bola de cabrones! Solamente dos o tres veces en mi vida he actuado o hablado de manera automática, sin medir las consecuencias, y ésa fue una de ellas.


Furiosa, la docente clavó sus ojos en mí, y transfigurada en “serpiente emplumada” me dijo: no sé por qué dices eso, mi papá es español y no tiene nada de cabrón, él es un santo, para luego soltarse indignada en un llanto que se volvía más dramático con sus lágrimas y gemidos. Yo me sentía muy mal e intenté pedirle una disculpa, pero solamente obtuve un gélido rechazo y la petición hecha al aire de que me sacaran de ahí.


“Pinche, Julio ¿por qué siempre te encargas de darle en la madre a todo lo que nos gusta?”, me preguntó en voz baja un compañero, y yo, aunque estaba confundido y dolido, me preguntaba a mí mismo: ¿yo qué? ¡la culpa es de los españoles!


Sea como fuese, la directora de la escuela ordenó que se me cambiara de grupo, lo cual me afectó mucho el ánimo porque fui a dar a un sitio ajeno para mí, en el que mi lugar estaba junto al de un niño paralítico con problemas de lenguaje, en la última fila, la del fondo.


Mi nueva profesora me odiaba sin conocerme, por solidaridad con su compañera, y era muy distinta a la otra maestra. Ésta era flaca, muy morena, tenía tipo de indígena y muy malos modos. Tenía el pelo teñido de rubio y el esmalte de sus uñas estaba completamente escarapelado.


Una mañana entre tantas, en clase de historia, la profesora nos explicó que después de la Conquista, cuando se establecieron las encomiendas, los indios eran marcados con un hierro candente en plena cara, para identificar a que amo pertenecían, y yo me indigné. En voz baja volví a vociferar en contra de los españoles, pero ni la maestra ni nadie más alcanzó a escucharme. Nadie, excepto el paralítico que se reía sin entender nada mientras un hilo de baba le escurría de la comisura de sus labios.