/ martes 6 de abril de 2021

Joyas chiapanecas | Las brisas y los baños de pueblo


A fines de los años 70 del siglo pasado, Acapulco conservaba el título de ser la perla del Pacífico, la bahía más bella de todo México, lo cual ya era mucho decir.

Las aguas color turquesa rodeadas de montañas cubiertas de selva atraían a todo el mundo, y todo el mundo quería estar ahí, ya que en Acapulco se podía practicar todo tipo de deportes acuáticos, comer y beber las viandas más exquisitas, además de ver congregada a la gente más bella del planeta, con poca ropa de día, elegantísima de noche.

A pesar de todo, para entonces Acapulco era un lugar especialmente clasista. Las que habían sido las playas más exclusivas en los años 40 y 50 pertenecían ya al pueblo, lo mismo que los clavados de La Quebrada, las travesías a La Roqueta y las puestas de Sol en Pie de la Cuesta.

Sin embargo, quedaba un sitio reservado solamente para los ricos muy ricos, tanto nacionales como extranjeros, que disfrutaban de aquel paraíso, pero de manera aséptica, lejos de señoras fodongas nadando en fondo, viejos vulgares cayéndose de borrachos y niños pequeños con el pañal cagado.

Aquel lugar no era otro que Las Brisas, un fraccionamiento ubicado sobre un peñasco, con casas que tenían piscina propia y las mejores vistas del puerto. En Las Brisas había también un precioso hotel, cuyas habitaciones emulaban la arquitectura de aquellas residencias.

Por aquel tiempo, un abogado oriundo de Tapachula, que se había vuelto multimillonario en la Ciudad de México, le prestó su casa de Las Brisas a mi papá para pasar un fin de semana largo y, generoso, el autor de mis días acarreó con mi madre, mis hermanos y el que esto escribe.

Toda la familia llegó llena de expectativas y quejándose de que aquella casa, aunque prestada, estaba muy lejos del mar, pero nos olvidamos de todo cuando un mayordomo abrió las puertas del garaje para que metiéramos el coche. Boquiabiertos por la belleza de los jardines y la alberca, casi nos vamos de espalda al entrar a la casa, amueblada con exquisito gusto, decorada con obras de arte y atendida por dos diligentes sirvientas.

Desde la terraza en la que estaba la piscina se veía absolutamente toda la bahía, y el primer día nos la pasamos tirados en los camastros que rodeaban la alberca. Recuerdo que, con un coco con ginebra en la mano, comenté a una de mis hermanas que Dios nos había dado la oportunidad de sentirnos ricos, aunque fuese tan solo un fin de semana.

Con todo y eso, todos, menos mi papá, que no se cansaba de beber y beber, queríamos ir al puerto a ver gente distinta de nosotros. Vayan a La Condesa, tiene un ambiente muy agradable, nos sugirió el mayordomo, y mientras nos preparaban un festín a base mariscos, nos dirigimos a la playa.

El lugar era un hervidero de gente de todo tipo y nacionalidades. Alquilamos hamacas y compramos cervezas para disfrutar de las olas, pero muy pronto nos sentimos abrumados por la multitud. Compramos algunas artesanías y alhajas de plata, y nos regresamos a Las Brisas.

Después de comer, con la cara enrojecida por el sol, comenté que la ida a la playa había estado exquisita, pero que no se comparaba con estar en Las Brisas, y agregué que cuando volviera a Acapulco, trataría de hospedarme ahí, aunque fuera en el hotel del fraccionamiento. Hasta la fecha no se me ha cumplido ni lo uno, ni lo otro.


E Mail: santapiedra@gmail.com



A fines de los años 70 del siglo pasado, Acapulco conservaba el título de ser la perla del Pacífico, la bahía más bella de todo México, lo cual ya era mucho decir.

Las aguas color turquesa rodeadas de montañas cubiertas de selva atraían a todo el mundo, y todo el mundo quería estar ahí, ya que en Acapulco se podía practicar todo tipo de deportes acuáticos, comer y beber las viandas más exquisitas, además de ver congregada a la gente más bella del planeta, con poca ropa de día, elegantísima de noche.

A pesar de todo, para entonces Acapulco era un lugar especialmente clasista. Las que habían sido las playas más exclusivas en los años 40 y 50 pertenecían ya al pueblo, lo mismo que los clavados de La Quebrada, las travesías a La Roqueta y las puestas de Sol en Pie de la Cuesta.

Sin embargo, quedaba un sitio reservado solamente para los ricos muy ricos, tanto nacionales como extranjeros, que disfrutaban de aquel paraíso, pero de manera aséptica, lejos de señoras fodongas nadando en fondo, viejos vulgares cayéndose de borrachos y niños pequeños con el pañal cagado.

Aquel lugar no era otro que Las Brisas, un fraccionamiento ubicado sobre un peñasco, con casas que tenían piscina propia y las mejores vistas del puerto. En Las Brisas había también un precioso hotel, cuyas habitaciones emulaban la arquitectura de aquellas residencias.

Por aquel tiempo, un abogado oriundo de Tapachula, que se había vuelto multimillonario en la Ciudad de México, le prestó su casa de Las Brisas a mi papá para pasar un fin de semana largo y, generoso, el autor de mis días acarreó con mi madre, mis hermanos y el que esto escribe.

Toda la familia llegó llena de expectativas y quejándose de que aquella casa, aunque prestada, estaba muy lejos del mar, pero nos olvidamos de todo cuando un mayordomo abrió las puertas del garaje para que metiéramos el coche. Boquiabiertos por la belleza de los jardines y la alberca, casi nos vamos de espalda al entrar a la casa, amueblada con exquisito gusto, decorada con obras de arte y atendida por dos diligentes sirvientas.

Desde la terraza en la que estaba la piscina se veía absolutamente toda la bahía, y el primer día nos la pasamos tirados en los camastros que rodeaban la alberca. Recuerdo que, con un coco con ginebra en la mano, comenté a una de mis hermanas que Dios nos había dado la oportunidad de sentirnos ricos, aunque fuese tan solo un fin de semana.

Con todo y eso, todos, menos mi papá, que no se cansaba de beber y beber, queríamos ir al puerto a ver gente distinta de nosotros. Vayan a La Condesa, tiene un ambiente muy agradable, nos sugirió el mayordomo, y mientras nos preparaban un festín a base mariscos, nos dirigimos a la playa.

El lugar era un hervidero de gente de todo tipo y nacionalidades. Alquilamos hamacas y compramos cervezas para disfrutar de las olas, pero muy pronto nos sentimos abrumados por la multitud. Compramos algunas artesanías y alhajas de plata, y nos regresamos a Las Brisas.

Después de comer, con la cara enrojecida por el sol, comenté que la ida a la playa había estado exquisita, pero que no se comparaba con estar en Las Brisas, y agregué que cuando volviera a Acapulco, trataría de hospedarme ahí, aunque fuera en el hotel del fraccionamiento. Hasta la fecha no se me ha cumplido ni lo uno, ni lo otro.


E Mail: santapiedra@gmail.com