/ martes 25 de enero de 2022

Joyas Chiapanecas | Los infortunios de Maricruz



Los párpados pintados de azul nacarado, el colorete rosa en las mejillas, el carmín en los labios y su casi negra piel, producían un efecto dramático en Maricruz, el travesti cuarentón que trabajaba fichando en el antro de mala muerte más popular de la ciudad, en pleno centro de Tuxtla Gutiérrez.

Un viejo vestido de cocktail cubría las lonjas de grasa, su vientre y los flácidos pechos, que le colgaban gracias a la cantidad de hormonas que había consumido desde que era adolescente. Cubría su calvicie con una patética peluca de fibras sintéticas, que pretendían emular una blonda cabellera.

Sus raspados zapatos, sus piernas hombrunas enfundadas en medias de nailon y las escarapelas de su barniz de uñas lo hacían casi un personaje de terror, pero Maricruz creía que no había mejor forma de ganarse el dinero que aprovechándose de los borrachos trasnochados que llegaban a aquel tugurio, con la falaz ilusión de encontrar compañía femenina.

Sin embargo, Maricruz era tan grotesca, que casi no sacaba ni para comer. Nadie le pagaba por sexo ni por bailar ni compañía, tenía que recurrir a los hurtos, a robar a los borrachos distraídos, con la complicidad del dueño del local que además de ser un hombre influyente, amaba a “las vestidas” y el sexo retorcido.

Aquella noche de otoño, Maricruz estaba platicando con sus amigas mientras bebía una copa de sidra “El Pomar”, cuando descubrió la presencia de un desconocido en el bar. No era uno más de los parroquianos habituales, se trataba de un hombre de muy buen tipo. Bien plantado, bien vestido, de raza blanca y con ojos azules, aquel galán fascinó a Maricruz, quien se le acercó y lo invitó a bailar. Con sorpresa, advirtió que el desconocido aceptó y lo tomó por la cintura. Pudo sentir la dureza de su miembro debajo del pantalón y eso excitó aún más al travestido, quien le propuso que fueran a otro lugar en el que pudiesen estar más a gusto.

El hombre tuvo que pagar 45 pesos en la caja registradora por la salida de la “dama”, y se llevó a Maricruz a su coche, un auto lujoso, de modelo reciente, oloroso a limpieza, a bienestar. Tan feliz iba Maricruz a vivir su aventura amorosa, que no advirtió el rumbo que tomaban. Cuando vino a darse cuenta, se encontraba con su conquista en un paraje descampado de la carretera que conduce a Villaflores.

“¿Qué vamos a hacer aquí, papi?”, preguntó con inocencia ingenua, después de bajar del coche, y el desconocido, por toda respuesta le asestó un puñetazo en la cara, que le tiró dos dientes y le hizo sangrar la nariz. “¿Por qué me pegas?”, preguntó desconcertada Maricruz, antes de recibir una patada en el estómago que le hizo trastabillar y caer de bruces en el suelo.

Tal violencia hizo que la peluca de Maricruz saliera de su lugar y dejara su calva al descubierto. Cuando se trató de limpiar la tierra que le había entrado en los ojos, con terror descubrió que el hombre guapo sacaba una filosa navaja que le encajó sin piedad en la barriga. Se quejaba como un cochino y pedía clemencia, cuando Maricruz tuvo la última visión de su vida: una descomunal roca con la que el desconocido le aplastó la cabeza hasta dejarla informe.




Los párpados pintados de azul nacarado, el colorete rosa en las mejillas, el carmín en los labios y su casi negra piel, producían un efecto dramático en Maricruz, el travesti cuarentón que trabajaba fichando en el antro de mala muerte más popular de la ciudad, en pleno centro de Tuxtla Gutiérrez.

Un viejo vestido de cocktail cubría las lonjas de grasa, su vientre y los flácidos pechos, que le colgaban gracias a la cantidad de hormonas que había consumido desde que era adolescente. Cubría su calvicie con una patética peluca de fibras sintéticas, que pretendían emular una blonda cabellera.

Sus raspados zapatos, sus piernas hombrunas enfundadas en medias de nailon y las escarapelas de su barniz de uñas lo hacían casi un personaje de terror, pero Maricruz creía que no había mejor forma de ganarse el dinero que aprovechándose de los borrachos trasnochados que llegaban a aquel tugurio, con la falaz ilusión de encontrar compañía femenina.

Sin embargo, Maricruz era tan grotesca, que casi no sacaba ni para comer. Nadie le pagaba por sexo ni por bailar ni compañía, tenía que recurrir a los hurtos, a robar a los borrachos distraídos, con la complicidad del dueño del local que además de ser un hombre influyente, amaba a “las vestidas” y el sexo retorcido.

Aquella noche de otoño, Maricruz estaba platicando con sus amigas mientras bebía una copa de sidra “El Pomar”, cuando descubrió la presencia de un desconocido en el bar. No era uno más de los parroquianos habituales, se trataba de un hombre de muy buen tipo. Bien plantado, bien vestido, de raza blanca y con ojos azules, aquel galán fascinó a Maricruz, quien se le acercó y lo invitó a bailar. Con sorpresa, advirtió que el desconocido aceptó y lo tomó por la cintura. Pudo sentir la dureza de su miembro debajo del pantalón y eso excitó aún más al travestido, quien le propuso que fueran a otro lugar en el que pudiesen estar más a gusto.

El hombre tuvo que pagar 45 pesos en la caja registradora por la salida de la “dama”, y se llevó a Maricruz a su coche, un auto lujoso, de modelo reciente, oloroso a limpieza, a bienestar. Tan feliz iba Maricruz a vivir su aventura amorosa, que no advirtió el rumbo que tomaban. Cuando vino a darse cuenta, se encontraba con su conquista en un paraje descampado de la carretera que conduce a Villaflores.

“¿Qué vamos a hacer aquí, papi?”, preguntó con inocencia ingenua, después de bajar del coche, y el desconocido, por toda respuesta le asestó un puñetazo en la cara, que le tiró dos dientes y le hizo sangrar la nariz. “¿Por qué me pegas?”, preguntó desconcertada Maricruz, antes de recibir una patada en el estómago que le hizo trastabillar y caer de bruces en el suelo.

Tal violencia hizo que la peluca de Maricruz saliera de su lugar y dejara su calva al descubierto. Cuando se trató de limpiar la tierra que le había entrado en los ojos, con terror descubrió que el hombre guapo sacaba una filosa navaja que le encajó sin piedad en la barriga. Se quejaba como un cochino y pedía clemencia, cuando Maricruz tuvo la última visión de su vida: una descomunal roca con la que el desconocido le aplastó la cabeza hasta dejarla informe.