/ lunes 11 de octubre de 2021

Joyas Chiapanecas | Masacre en Tlalpan


Ricardo Narezo Benavides era un hombre al que le gustaba vivir bien. Tenía muy buen gusto y había hecho de su afición, restaurar automóviles clásicos, su principal fuente de ingresos. Vivía en Tlalpan, en la Ciudad de México, en una casa de estilo colonial mexicano.

Tenía 52 años de edad y Diana Loyola de Narezo, su esposa, 46. Ella era guapa, elegante y trabajaba como maestra de inglés en una escuela privada cercana a su domicilio. El matrimonio tenía tres estupendos hijos: Ricardo, de 20 años, Andrea de 13 y Diana de 10. El mayor estudiaba en la Universidad Iberoamericana y las niñas en el colegio Oxford. El estatus de los Narezo les permitía tener dos sirvientas: Margarita, de 25 años, y Cecilia, de 17; una para la cocina y la otra para la limpieza.

Eran las siete de la noche del 15 de noviembre del año 2002, cuando Orlando Magaña, un amigo del hijo mayor y vecino de la misma calle, en compañía de un desconocido Jorge Esteva (o Esteban) tocó en la puerta de la residencia. Una de las sirvientas reconoció a Orlando, abrió la puerta y ambos entraron. Sorprendieron a la dueña de la casa y sin escuchar sus reclamos la amarraron al igual que a su hija Diana y a las dos criadas.

Esa tarde, el señor Narezo, su hijo Ricardo y Juan Pablo Quintana, amigo de éste, salieron del autódromo Hermanos Rodríguez después de haber presenciado una carrera. El padre invitó a comer a su hijo y a Juan Pablo en el restaurante 99.99 de la calle Moras, en la colonia Del Valle. Ahí, se despidieron: don Ricardo fue a su taller a entregar un carro, y los muchachos se enfilaron a casa de los Narezo en un Volkswagen Jetta.

Al entrar a su casa, Ricardo se sorprendió y reclamó a Magaña: "¿qué haces aquí Orlando?, ¿por qué tienes amarradas a mi mamá y a mi hermana?" El vecino, que por cierto era hijo de un judicial, contestó: "No la hagan de pedo cabrón y muévete que también te voy amarrar a ti y a Juan Pablo". Las dos sirvientas, aterradas, se hallaban en el piso recostadas de lado, amarradas de pies y manos.

Orlando pidió los papeles del Jetta, pero Ricardo no se los dio. El vecino y su cómplice decidieron entonces esperar a que regresara don Ricardo. Media hora después, el padre de familia entró a su casa y de inmediato fue amagado y también amarrado.

La televisión estaba a todo volumen. Orlando insistió en que si le entregaban los papeles del Jetta y dinero, él se iba. Los papeles fueron arrojados sobre la cama y Orlando obligó a don Ricardo a que firmara la factura en endoso.

Pero las cosas se complicaron cuando Orlando preguntó por Andrea, la hija menor. “No está, fue a una fiesta con una amiga”, contestó doña Diana. Esa respuesta enloqueció a Orlando y entonces desató a Ricardo hijo para tomar tres tarjetas de crédito y emprender el camino en busca de la niña. “No hagas nada cabrón porque si no, tu familia se muere”, dijo Orlando a su “amigo”.

Al regresar con Andrea, Orlando los ató ella y a Ricardo hijo. “¿Qué hacemos con ellos? ¿Qué hacemos?, nos conocen ¿qué hacemos?” El perro labrador de la familia no dejaba de ladrar. Orlando iba de un lado a otro pensando qué hacer. Las niñas gritaban, “¿nosotras qué les hicimos?, ya lárguense”.

Orlando Magaña, de 1.78 metros de estatura, subió a don Ricardo primero y a los pocos minutos bajó desesperado. En su declaración comentó que el señor se estaba poniendo loco. Subió nuevamente y en la habitación encontró un bate de béisbol, se escuchó una discusión y de pronto el joven le dio un golpe certero al señor, uno más, otro, otro, hasta que terminó con su vida.

Luego bajó por la señora Diana, luego Ricardo; siguieron las niñas y terminó con las dos muchachas de servicio. Entre los dos maleantes degollaron a la dama, a sus hijos y a sus empleadas domésticas.

Manchado de sangre, Orlando bajó por su última víctima: Juan Pablo Quintana. Su cómplice gritó, “¡no, ya, a la chingada!” y con un cojín en la mano izquierda Orlando tapó el rostro a su víctima y con el arma en la mano derecha le disparó, creyendo que lo había matado. El robo terminó: siete personas sin vida y un herido, el saldo.

Al parecer Orlando se deshizo también de su cómplice, de quien no volvió a saberse nada, y tras ser rastreado por la policía, por los rastros dejados por el Jetta y el celular de la señora Diana, su padre finalmente lo denunció a la policía, la que no tardó en aprehenderlo.

Juan Pablo Quintana, el sobreviviente, lo reconoció sin lugar a dudas. El juez 61 penal del Reclusorio Oriente, Rogelio Antolín Magos Morales determinó su plena responsabilidad en el delito de homicidio calificado y lo sentenció a 384 años y cuatro meses de prisión. Sin embargo, por ley solo puede cumplir 50 años de prisión como pena máxima. Aunque el criminal finge ser esquizofrénico, nadie le cree. Los motivos reales de la cruel masacre no están del todo aclarados.


Comentarios: santapiedra@gmail.com




Ricardo Narezo Benavides era un hombre al que le gustaba vivir bien. Tenía muy buen gusto y había hecho de su afición, restaurar automóviles clásicos, su principal fuente de ingresos. Vivía en Tlalpan, en la Ciudad de México, en una casa de estilo colonial mexicano.

Tenía 52 años de edad y Diana Loyola de Narezo, su esposa, 46. Ella era guapa, elegante y trabajaba como maestra de inglés en una escuela privada cercana a su domicilio. El matrimonio tenía tres estupendos hijos: Ricardo, de 20 años, Andrea de 13 y Diana de 10. El mayor estudiaba en la Universidad Iberoamericana y las niñas en el colegio Oxford. El estatus de los Narezo les permitía tener dos sirvientas: Margarita, de 25 años, y Cecilia, de 17; una para la cocina y la otra para la limpieza.

Eran las siete de la noche del 15 de noviembre del año 2002, cuando Orlando Magaña, un amigo del hijo mayor y vecino de la misma calle, en compañía de un desconocido Jorge Esteva (o Esteban) tocó en la puerta de la residencia. Una de las sirvientas reconoció a Orlando, abrió la puerta y ambos entraron. Sorprendieron a la dueña de la casa y sin escuchar sus reclamos la amarraron al igual que a su hija Diana y a las dos criadas.

Esa tarde, el señor Narezo, su hijo Ricardo y Juan Pablo Quintana, amigo de éste, salieron del autódromo Hermanos Rodríguez después de haber presenciado una carrera. El padre invitó a comer a su hijo y a Juan Pablo en el restaurante 99.99 de la calle Moras, en la colonia Del Valle. Ahí, se despidieron: don Ricardo fue a su taller a entregar un carro, y los muchachos se enfilaron a casa de los Narezo en un Volkswagen Jetta.

Al entrar a su casa, Ricardo se sorprendió y reclamó a Magaña: "¿qué haces aquí Orlando?, ¿por qué tienes amarradas a mi mamá y a mi hermana?" El vecino, que por cierto era hijo de un judicial, contestó: "No la hagan de pedo cabrón y muévete que también te voy amarrar a ti y a Juan Pablo". Las dos sirvientas, aterradas, se hallaban en el piso recostadas de lado, amarradas de pies y manos.

Orlando pidió los papeles del Jetta, pero Ricardo no se los dio. El vecino y su cómplice decidieron entonces esperar a que regresara don Ricardo. Media hora después, el padre de familia entró a su casa y de inmediato fue amagado y también amarrado.

La televisión estaba a todo volumen. Orlando insistió en que si le entregaban los papeles del Jetta y dinero, él se iba. Los papeles fueron arrojados sobre la cama y Orlando obligó a don Ricardo a que firmara la factura en endoso.

Pero las cosas se complicaron cuando Orlando preguntó por Andrea, la hija menor. “No está, fue a una fiesta con una amiga”, contestó doña Diana. Esa respuesta enloqueció a Orlando y entonces desató a Ricardo hijo para tomar tres tarjetas de crédito y emprender el camino en busca de la niña. “No hagas nada cabrón porque si no, tu familia se muere”, dijo Orlando a su “amigo”.

Al regresar con Andrea, Orlando los ató ella y a Ricardo hijo. “¿Qué hacemos con ellos? ¿Qué hacemos?, nos conocen ¿qué hacemos?” El perro labrador de la familia no dejaba de ladrar. Orlando iba de un lado a otro pensando qué hacer. Las niñas gritaban, “¿nosotras qué les hicimos?, ya lárguense”.

Orlando Magaña, de 1.78 metros de estatura, subió a don Ricardo primero y a los pocos minutos bajó desesperado. En su declaración comentó que el señor se estaba poniendo loco. Subió nuevamente y en la habitación encontró un bate de béisbol, se escuchó una discusión y de pronto el joven le dio un golpe certero al señor, uno más, otro, otro, hasta que terminó con su vida.

Luego bajó por la señora Diana, luego Ricardo; siguieron las niñas y terminó con las dos muchachas de servicio. Entre los dos maleantes degollaron a la dama, a sus hijos y a sus empleadas domésticas.

Manchado de sangre, Orlando bajó por su última víctima: Juan Pablo Quintana. Su cómplice gritó, “¡no, ya, a la chingada!” y con un cojín en la mano izquierda Orlando tapó el rostro a su víctima y con el arma en la mano derecha le disparó, creyendo que lo había matado. El robo terminó: siete personas sin vida y un herido, el saldo.

Al parecer Orlando se deshizo también de su cómplice, de quien no volvió a saberse nada, y tras ser rastreado por la policía, por los rastros dejados por el Jetta y el celular de la señora Diana, su padre finalmente lo denunció a la policía, la que no tardó en aprehenderlo.

Juan Pablo Quintana, el sobreviviente, lo reconoció sin lugar a dudas. El juez 61 penal del Reclusorio Oriente, Rogelio Antolín Magos Morales determinó su plena responsabilidad en el delito de homicidio calificado y lo sentenció a 384 años y cuatro meses de prisión. Sin embargo, por ley solo puede cumplir 50 años de prisión como pena máxima. Aunque el criminal finge ser esquizofrénico, nadie le cree. Los motivos reales de la cruel masacre no están del todo aclarados.


Comentarios: santapiedra@gmail.com