/ martes 6 de julio de 2021

Joyas Chiapanecas | Nadie me insulta en mi propia casa


En la preparatoria en la que estudié había dos niñas realmente espectaculares. Las dos eran altas, blancas y rubias y por lo mismo destacaban entre todas las demás muchachas de aspecto más bien mexicano, ya que aquellas dos parecían gringas o europeas.

Dalel, una de ellas, tenía un cuerpo divino, con largas piernas y turgentes formas, además de un rostro angelical y el cabello lacio, brillante, como un hada de cuento. Pinky, la otra rubia, de cuyo verdadero nombre jamás me enteré, también tenía una altura superior al promedio y el cuerpo perfectamente proporcionado, pero su cabellera era rizada y la llevaba casi siempre alborotada, al natural, muy al estilo de esa época.

Sobra decir que ambas chicas eran las más cotizadas de la escuela, y el simple hecho de contar con su amistad era ya un privilegio que no se le concedía a cualquiera.

Sin embargo, Dalel Y Pinky provenían de familias muy distintas y con diferentes costumbres. Mientras que a la primera le tenían estrictamente prohibido salir con jóvenes del género masculino, la segunda había despertado desde muy temprano al sexo, y disfrutaba del amor libre en los tiempos en los que se consideraba el mejor estilo de vida.

Por esa razón, Pinky quería que Dalel conociera las mieles de compartir la cama con un hombre, pero no encontraba la ocasión propicia para que su amiga se abandonara a los placeres carnales. La oportunidad pareció llegar una noche en la que se festejaría el aniversario de la preparatoria.

Todos los alumnos estaban invitados, se había concedido permiso para que bajo la vigilancia estricta de algunos padres se consumieran ciertas bebidas alcohólicas, y fácilmente Dalel y Pinky podrían escabullirse con sendos galanes para dedicarse al sexo.

“Mi mamá no me va a dejar ir”, dijo Dalel con tristeza, pero Pinky le prometió ir en persona a su casa para pedir permiso, con la seguridad de que, a ella, una chica tan guapa y distinguida, la madre de Dalel sería incapaz de decir que no.

Estaba equivocada: la señora no solamente se negó rotundamente a dar su autorización, sino que dijo a Pinky que jamás permitiría a su hija salir ni a la esquina con una muchacha tan vulgar y seguramente casquivana como ella. Pinky se enfureció y dijo a la madre de Dalel que eso lo decía por ser una vieja amargada y menopáusica, pero que seguramente en su juventud había sido bien puta y que ahora tenía miedo de que su hija repitiera el esquema.

De la canasta en la que depositaba los estambres y los tejidos con los que se entretenía, la señora sacó una pistola y se la colocó en la frente a Pinky, mientras le decía: “a mí ninguna hija de la chingada viene a insultarme a mi propia casa”. Tomó a la chica por los cabellos y casi a rastras la llevó hasta la puerta para aventarla a mitad de la calle. Muerta de miedo Pinky optó por dejar hasta ahí el asunto, pues seguramente la mamá de Dalel era una gangster o algo parecido. Cuando volvimos a clases todo pareció regresar a la normalidad, pero Pinky dejó de hablarle a Dalel quien, sin pudor, relató divertida la escena a quien quiso escucharla, como yo.


santapiedra@gmail.com



En la preparatoria en la que estudié había dos niñas realmente espectaculares. Las dos eran altas, blancas y rubias y por lo mismo destacaban entre todas las demás muchachas de aspecto más bien mexicano, ya que aquellas dos parecían gringas o europeas.

Dalel, una de ellas, tenía un cuerpo divino, con largas piernas y turgentes formas, además de un rostro angelical y el cabello lacio, brillante, como un hada de cuento. Pinky, la otra rubia, de cuyo verdadero nombre jamás me enteré, también tenía una altura superior al promedio y el cuerpo perfectamente proporcionado, pero su cabellera era rizada y la llevaba casi siempre alborotada, al natural, muy al estilo de esa época.

Sobra decir que ambas chicas eran las más cotizadas de la escuela, y el simple hecho de contar con su amistad era ya un privilegio que no se le concedía a cualquiera.

Sin embargo, Dalel Y Pinky provenían de familias muy distintas y con diferentes costumbres. Mientras que a la primera le tenían estrictamente prohibido salir con jóvenes del género masculino, la segunda había despertado desde muy temprano al sexo, y disfrutaba del amor libre en los tiempos en los que se consideraba el mejor estilo de vida.

Por esa razón, Pinky quería que Dalel conociera las mieles de compartir la cama con un hombre, pero no encontraba la ocasión propicia para que su amiga se abandonara a los placeres carnales. La oportunidad pareció llegar una noche en la que se festejaría el aniversario de la preparatoria.

Todos los alumnos estaban invitados, se había concedido permiso para que bajo la vigilancia estricta de algunos padres se consumieran ciertas bebidas alcohólicas, y fácilmente Dalel y Pinky podrían escabullirse con sendos galanes para dedicarse al sexo.

“Mi mamá no me va a dejar ir”, dijo Dalel con tristeza, pero Pinky le prometió ir en persona a su casa para pedir permiso, con la seguridad de que, a ella, una chica tan guapa y distinguida, la madre de Dalel sería incapaz de decir que no.

Estaba equivocada: la señora no solamente se negó rotundamente a dar su autorización, sino que dijo a Pinky que jamás permitiría a su hija salir ni a la esquina con una muchacha tan vulgar y seguramente casquivana como ella. Pinky se enfureció y dijo a la madre de Dalel que eso lo decía por ser una vieja amargada y menopáusica, pero que seguramente en su juventud había sido bien puta y que ahora tenía miedo de que su hija repitiera el esquema.

De la canasta en la que depositaba los estambres y los tejidos con los que se entretenía, la señora sacó una pistola y se la colocó en la frente a Pinky, mientras le decía: “a mí ninguna hija de la chingada viene a insultarme a mi propia casa”. Tomó a la chica por los cabellos y casi a rastras la llevó hasta la puerta para aventarla a mitad de la calle. Muerta de miedo Pinky optó por dejar hasta ahí el asunto, pues seguramente la mamá de Dalel era una gangster o algo parecido. Cuando volvimos a clases todo pareció regresar a la normalidad, pero Pinky dejó de hablarle a Dalel quien, sin pudor, relató divertida la escena a quien quiso escucharla, como yo.


santapiedra@gmail.com