/ martes 20 de abril de 2021

Joyas chiapanecas | Una mala noticia y otra buena


Hace algunos años, para promover el turismo nacional en la Ciudad de México, el gobierno de la capital del país organizó un viaje de fin de semana para algunos de los periodistas regionales especializados en la materia, y uno de los convidados chiapanecos fue precisamente el que esto escribe.

Sin saber quiénes serían mis compañeros de viaje, volé a la Ciudad de México, y en el aeropuerto estaba una pareja con sendos carteles pidiendo a los periodistas procedentes de Tuxtla Gutiérrez que nos identificáramos.

Así fue como conocí a las otras tres invitadas, columnistas de otros periódicos de las que nunca había oído hablar pero que me parecieron amables y deseosas de colaborar. Nuestros enlaces se identificaron y nos presentaron entre nosotros. Nos subieron a una limusina negra y nos dijeron que nos conducirían al hotel.

El trayecto fue corto pero muy lento, ya que en varios lugares la circulación estaba interrumpida por marchas de manifestantes que gritaban arengas en contra del gobierno.

“¿Es en serio?”, me pregunté cuando el automóvil se detuvo frente a las puertas del hotel La Misión, ubicado en pleno Paseo de la Reforma, justamente frente a la estatua de Colón. Los botones del hotel bajaron nuestros equipajes y nos registramos en la recepción.

Cuando fui llevado a mi habitación, me decepcionó descubrir que el cuarto, aunque bonito, confortable y bien decorado, no tenía ventanas, era realmente interior y no se podía estar ahí sin la luz encendida. Un tanto frustrado decidí encender el aire acondicionado, el cual, para acabarla de amolar no funcionaba.

Me senté en la cama pensando en que por algo aquel viaje había sido gratis, y que debería estar listo para las otras sorpresas desagradables que seguramente me esperaban.

En eso estaba, cuando sorpresivamente sonó el teléfono de la habitación. La que llamaba era la gerente de relaciones públicas del hotel, quien después de presentarse, darme la bienvenida y pedirme una disculpa por no haberme recibido en persona, me preguntó que qué me parecía el cuarto.

Respondí que la habitación era divina, pero que desgraciadamente no servía el aire acondicionado. Diciéndose sorprendida, la gerente me hizo saber que mandaría a revisar el aparato, que todo iba a estar bien.

Agradecí por adelantado y me puse a esperar a los empleados de mantenimiento, los que después de operar sobre el aparato durante casi media hora me pidieron paciencia y se retiraron, dejándome solo, sentado en la cama con una incipiente claustrofobia que seguramente hubiera ido en aumento.

El teléfono volvió a sonar. Al otro lado de la línea escuché la misma voz cantarina de la gerente, tuteándome y tratándome como si fuéramos los grandes amigos. Me dijo que me tenía dos noticias, una buena y una mala. La mala era que tenía que abandonar esa habitación porque el aire acondicionado, de momento, no tenía remedio; y la buena era que el hotel ponía a mi disposición una junior suite en uno de los pisos más altos del hotel.

No había comparación: la suite tenía el dormitorio separado de una salita para recibir gente, una pequeña oficina con muebles de caoba, baño con tina romana de mármol y, lo mejor: ventanales de piso a techo con las mejores vistas del Paseo de la Reforma. Volví a sentirme persona decente y me dispuse a vivir aquella aventura cuyos detalles me reservaré para otra ocasión.


E Mail: santapiedra@gmail.com



Hace algunos años, para promover el turismo nacional en la Ciudad de México, el gobierno de la capital del país organizó un viaje de fin de semana para algunos de los periodistas regionales especializados en la materia, y uno de los convidados chiapanecos fue precisamente el que esto escribe.

Sin saber quiénes serían mis compañeros de viaje, volé a la Ciudad de México, y en el aeropuerto estaba una pareja con sendos carteles pidiendo a los periodistas procedentes de Tuxtla Gutiérrez que nos identificáramos.

Así fue como conocí a las otras tres invitadas, columnistas de otros periódicos de las que nunca había oído hablar pero que me parecieron amables y deseosas de colaborar. Nuestros enlaces se identificaron y nos presentaron entre nosotros. Nos subieron a una limusina negra y nos dijeron que nos conducirían al hotel.

El trayecto fue corto pero muy lento, ya que en varios lugares la circulación estaba interrumpida por marchas de manifestantes que gritaban arengas en contra del gobierno.

“¿Es en serio?”, me pregunté cuando el automóvil se detuvo frente a las puertas del hotel La Misión, ubicado en pleno Paseo de la Reforma, justamente frente a la estatua de Colón. Los botones del hotel bajaron nuestros equipajes y nos registramos en la recepción.

Cuando fui llevado a mi habitación, me decepcionó descubrir que el cuarto, aunque bonito, confortable y bien decorado, no tenía ventanas, era realmente interior y no se podía estar ahí sin la luz encendida. Un tanto frustrado decidí encender el aire acondicionado, el cual, para acabarla de amolar no funcionaba.

Me senté en la cama pensando en que por algo aquel viaje había sido gratis, y que debería estar listo para las otras sorpresas desagradables que seguramente me esperaban.

En eso estaba, cuando sorpresivamente sonó el teléfono de la habitación. La que llamaba era la gerente de relaciones públicas del hotel, quien después de presentarse, darme la bienvenida y pedirme una disculpa por no haberme recibido en persona, me preguntó que qué me parecía el cuarto.

Respondí que la habitación era divina, pero que desgraciadamente no servía el aire acondicionado. Diciéndose sorprendida, la gerente me hizo saber que mandaría a revisar el aparato, que todo iba a estar bien.

Agradecí por adelantado y me puse a esperar a los empleados de mantenimiento, los que después de operar sobre el aparato durante casi media hora me pidieron paciencia y se retiraron, dejándome solo, sentado en la cama con una incipiente claustrofobia que seguramente hubiera ido en aumento.

El teléfono volvió a sonar. Al otro lado de la línea escuché la misma voz cantarina de la gerente, tuteándome y tratándome como si fuéramos los grandes amigos. Me dijo que me tenía dos noticias, una buena y una mala. La mala era que tenía que abandonar esa habitación porque el aire acondicionado, de momento, no tenía remedio; y la buena era que el hotel ponía a mi disposición una junior suite en uno de los pisos más altos del hotel.

No había comparación: la suite tenía el dormitorio separado de una salita para recibir gente, una pequeña oficina con muebles de caoba, baño con tina romana de mármol y, lo mejor: ventanales de piso a techo con las mejores vistas del Paseo de la Reforma. Volví a sentirme persona decente y me dispuse a vivir aquella aventura cuyos detalles me reservaré para otra ocasión.


E Mail: santapiedra@gmail.com