/ martes 5 de enero de 2021

Joyas Chiapanecas | Una señora decente


Hace algunos años conocí en San Cristóbal a una mujer que me cautivó desde que la vi por primera vez.

Alta, rubia, de ojos almendrados y piel blanca, vestía con sencillez, pero con mucho estilo. Usaba joyas de plata y vestía de negro de pies a cabeza, una combinación perfecta.

Aquella fiesta en la que coincidimos, se celebraba en casa de una de las familias más ricas del estado, entre cuyos antepasados figuraban tres gobernadores, dos poetas, un prócer de la Independencia, políticos y muchos hombres de negocios.

La dama era una señora que, pese a su madurez, conservaba una serena belleza castiza que me atraía muchísimo. Tuxtleco de pura cepa, yo tenía varios amigos entre lo más granado de la sociedad coleta, pero jamás había visto a aquella señora, por lo que pregunté quién era, y me respondieron que también pertenecía a una familia prominente de los Altos de Chiapas, pero que desde jovencita se había ido a estudiar a un internado de monjas clarisas en la Ciudad de México, del que salió para casarse con un “cachorro de la Revolución”, quien la instaló en una mansión del Pedregal de San Ángel, y la convirtió en una de las más distinguidas damas de la sociedad mexicana.

Una temprana viudez y la partida de sus hijos al extranjero, habían hecho volver a la señora a San Cristóbal, su lugar de origen, en donde era muy admirada y bien recibida, pero ella se resistía a regresar a sus raíces.

Aproveché un momento en el que estaba sola, admirando una pila bautismal del siglo XVI que adornaba el jardín, para abordarla, y aunque no nos habían presentado, le hice saber que a mí también encantaba aquella pieza.

Con una confianza inusitada, me contó que la reliquia se la había apropiado uno de los ex gobernadores pertenecientes a la familia anfitriona, y que no comprendía cómo sus miembros se sentían aristócratas cuando exhibían de tal forma los botines políticos de sus antepasados.

“Bueno… cualquiera en su lugar lo haría ¿no le parece?”, comenté tratando de parecer agradable y ella, con mirada fulminante me respondió: “por supuesto que no, en este país todavía queda gente decente”.

Sin decir más, me retiré para rellenar mi copa de champaña y no volví a pensar en el hecho hasta que meses después, a ocho columnas, se publicaron todos los desfalcos que en vida había cometido el difunto esposo de aquella mujer, cuando fue secretario de estado y miembro distinguido del Club de Golf México.




Hace algunos años conocí en San Cristóbal a una mujer que me cautivó desde que la vi por primera vez.

Alta, rubia, de ojos almendrados y piel blanca, vestía con sencillez, pero con mucho estilo. Usaba joyas de plata y vestía de negro de pies a cabeza, una combinación perfecta.

Aquella fiesta en la que coincidimos, se celebraba en casa de una de las familias más ricas del estado, entre cuyos antepasados figuraban tres gobernadores, dos poetas, un prócer de la Independencia, políticos y muchos hombres de negocios.

La dama era una señora que, pese a su madurez, conservaba una serena belleza castiza que me atraía muchísimo. Tuxtleco de pura cepa, yo tenía varios amigos entre lo más granado de la sociedad coleta, pero jamás había visto a aquella señora, por lo que pregunté quién era, y me respondieron que también pertenecía a una familia prominente de los Altos de Chiapas, pero que desde jovencita se había ido a estudiar a un internado de monjas clarisas en la Ciudad de México, del que salió para casarse con un “cachorro de la Revolución”, quien la instaló en una mansión del Pedregal de San Ángel, y la convirtió en una de las más distinguidas damas de la sociedad mexicana.

Una temprana viudez y la partida de sus hijos al extranjero, habían hecho volver a la señora a San Cristóbal, su lugar de origen, en donde era muy admirada y bien recibida, pero ella se resistía a regresar a sus raíces.

Aproveché un momento en el que estaba sola, admirando una pila bautismal del siglo XVI que adornaba el jardín, para abordarla, y aunque no nos habían presentado, le hice saber que a mí también encantaba aquella pieza.

Con una confianza inusitada, me contó que la reliquia se la había apropiado uno de los ex gobernadores pertenecientes a la familia anfitriona, y que no comprendía cómo sus miembros se sentían aristócratas cuando exhibían de tal forma los botines políticos de sus antepasados.

“Bueno… cualquiera en su lugar lo haría ¿no le parece?”, comenté tratando de parecer agradable y ella, con mirada fulminante me respondió: “por supuesto que no, en este país todavía queda gente decente”.

Sin decir más, me retiré para rellenar mi copa de champaña y no volví a pensar en el hecho hasta que meses después, a ocho columnas, se publicaron todos los desfalcos que en vida había cometido el difunto esposo de aquella mujer, cuando fue secretario de estado y miembro distinguido del Club de Golf México.