/ martes 29 de diciembre de 2020

Terror en el Aire


En el aeropuerto de Tuxtla Gutiérrez, todos los pasajeros que abordaríamos el vuelo procedente de Oaxaca, con escalas en Tuxtla, Villahermosa, Mérida, Cancún y destino final en La Habana, empezábamos a ponernos nerviosos.

La mayoría íbamos a Cancún, nuestra hora de salida era la una de la tarde y ya habían sonado las cuatro y del avión ni sus luces. La compañía aérea nos explicó que el retraso se debía al mal tiempo y nos otorgó vales de comida para el restaurante.

Otros vuelos llegaban y se iban, y nosotros seguíamos anclados, cuidando nuestros equipajes de mano y tratando de permanecer calmados. Aproximadamente eran las cinco, cuando la aeronave tocó tierra. Desde los altavoces nos instaron para abordar de inmediato, lo cual hicimos presurosos.

El avión, un Douglas DC-9, para 90 pasajeros y la tripulación iba repleto. No había un solo asiento vacío y así despegamos de Tuxtla en medio de una tormenta. Antes de media hora estábamos ya en Villahermosa, en donde la lluvia era más intensa, y desde las ventanillas pudimos ver que la ciudad estaba inundada.

Casi todos los demás pasajeros descendieron del aparato y solamente nos quedamos los que íbamos hasta Cancún y La Habana, lo cual me pareció que sería más cómodo, pero no acababa de pensarlo cuando una nueva multitud llenó el espacio para ocupar los asientos disponibles.

La mayoría eran cubanos que pertenecían a un grupo de bailarines que solían presentarse en los cabarets de segundo nivel de las capitales del sureste mexicano. Su bullicio, muy diferente al nuestro, me hizo olvidar el miedo que me daba volver a despegar, después de un aterrizaje, en medio de tan pertinaz tormenta.

Ya estaba oscuro y el avioncito, abarrotado de pasajeros, se balanceaba en medio de la lluvia. El capitán anunció que se abría la barra libre, y mi compañera de asiento y yo empezamos a beber ginebra en las rocas para tomar valor.

Después de despegar del aeropuerto de Mérida, la furia de la naturaleza no cedía, y yo sentía que los relámpagos iluminaban mi rostro, lo cual me hubiera aterrorizado si me lo hubiesen platicado, pero ya estando en el aire lo mejor era restarle importancia al detalle.

De pronto, la azafata en jefe anunció que nos preparáramos para aterrizar en el aeropuerto internacional de Cancún. Todo el mundo abrochó su cinturón de seguridad y enderezó su asiento, pero cuando el avión iba a tomar pista volvió a elevarse súbitamente, lo cual provocó el pánico.

Es un procedimiento de rutina, anunció el capitán, mientras el avión volaba en círculos y se inclinaba temerariamente sobre uno de sus lados.

En el segundo intento la nave logró su cometido y aterrizamos en Cancún, en medio de un chubasco que no había cesado desde que salimos de Tuxtla. Era ya casi la media noche, y yo llegué a mi hotel sin mayor novedad.

A la mañana siguiente, tomando el sol en traje de baño, comenté a una gringa lo que me había ocurrido, y ella me contestó que había sido mi novatada, pues aquellas cosas suelen suceder con frecuencia a quienes viajan al Caribe.


En el aeropuerto de Tuxtla Gutiérrez, todos los pasajeros que abordaríamos el vuelo procedente de Oaxaca, con escalas en Tuxtla, Villahermosa, Mérida, Cancún y destino final en La Habana, empezábamos a ponernos nerviosos.

La mayoría íbamos a Cancún, nuestra hora de salida era la una de la tarde y ya habían sonado las cuatro y del avión ni sus luces. La compañía aérea nos explicó que el retraso se debía al mal tiempo y nos otorgó vales de comida para el restaurante.

Otros vuelos llegaban y se iban, y nosotros seguíamos anclados, cuidando nuestros equipajes de mano y tratando de permanecer calmados. Aproximadamente eran las cinco, cuando la aeronave tocó tierra. Desde los altavoces nos instaron para abordar de inmediato, lo cual hicimos presurosos.

El avión, un Douglas DC-9, para 90 pasajeros y la tripulación iba repleto. No había un solo asiento vacío y así despegamos de Tuxtla en medio de una tormenta. Antes de media hora estábamos ya en Villahermosa, en donde la lluvia era más intensa, y desde las ventanillas pudimos ver que la ciudad estaba inundada.

Casi todos los demás pasajeros descendieron del aparato y solamente nos quedamos los que íbamos hasta Cancún y La Habana, lo cual me pareció que sería más cómodo, pero no acababa de pensarlo cuando una nueva multitud llenó el espacio para ocupar los asientos disponibles.

La mayoría eran cubanos que pertenecían a un grupo de bailarines que solían presentarse en los cabarets de segundo nivel de las capitales del sureste mexicano. Su bullicio, muy diferente al nuestro, me hizo olvidar el miedo que me daba volver a despegar, después de un aterrizaje, en medio de tan pertinaz tormenta.

Ya estaba oscuro y el avioncito, abarrotado de pasajeros, se balanceaba en medio de la lluvia. El capitán anunció que se abría la barra libre, y mi compañera de asiento y yo empezamos a beber ginebra en las rocas para tomar valor.

Después de despegar del aeropuerto de Mérida, la furia de la naturaleza no cedía, y yo sentía que los relámpagos iluminaban mi rostro, lo cual me hubiera aterrorizado si me lo hubiesen platicado, pero ya estando en el aire lo mejor era restarle importancia al detalle.

De pronto, la azafata en jefe anunció que nos preparáramos para aterrizar en el aeropuerto internacional de Cancún. Todo el mundo abrochó su cinturón de seguridad y enderezó su asiento, pero cuando el avión iba a tomar pista volvió a elevarse súbitamente, lo cual provocó el pánico.

Es un procedimiento de rutina, anunció el capitán, mientras el avión volaba en círculos y se inclinaba temerariamente sobre uno de sus lados.

En el segundo intento la nave logró su cometido y aterrizamos en Cancún, en medio de un chubasco que no había cesado desde que salimos de Tuxtla. Era ya casi la media noche, y yo llegué a mi hotel sin mayor novedad.

A la mañana siguiente, tomando el sol en traje de baño, comenté a una gringa lo que me había ocurrido, y ella me contestó que había sido mi novatada, pues aquellas cosas suelen suceder con frecuencia a quienes viajan al Caribe.