/ jueves 16 de agosto de 2018

¡Brujería!

Los nombres de los personajes que se mencionan en esta narración son ficticios, los hechos sucedieron tal cual se cuentan.

Julio Domínguez Balboa

Sin darle mayores explicaciones, el jefe de personal de la oficina en la que trabajaba comunicó a Nora que por ser empleada de confianza, y por una política de austeridad anunciada por la directiva de la empresa, a partir del siguiente mes ganaría la mitad de sueldo, pero tendría que trabajar el mismo número de horas y echarle más ganas. De nada sirvieron súplicas y alegaciones, ella era una empleada menor, sin contrato firmado, y por lo tanto la compañía podía prescindir de sus servicios en el momento en que lo deseara, sin indemnizarla ni otorgarle algún otro de beneficio. No había de otra: o lo tomaba o lo dejaba, había muchas mujeres como ella esperando para ocupar su lugar.

Con mucho esfuerzo contuvo el llanto para no humillarse aún más ante aquel empleado implacable, y al terminar su jornada laboral, se arregló el cabello, se pintó los labios y de prisa fue a rescatar a sus dos hijos de la guardería en la que solía dejarlos. Rosario tenía 5 años de edad y Lautaro dos. A  Nora se le partía el corazón cada vez que tenía que dejar a los niños en manos de las nanas y las educadoras, pero no le quedaba de otra, pues el sueldo de Alfonso, su marido, apenas alcanzaba para cubrir el importe de la renta del departamento en el que vivían.

Jamás se imaginó que su vida de casada iba a ser tan difícil. Si no fuera porque no quería dejar a sus hijos sin padre y porque le encantaba la manera que tenía su marido de hacer el amor, desde hace mucho que se hubiera olvidado de Alfonso, lo habría dejado para tratar de rehacer su vida pero no podía, adoraba a ese hombre que en la noche la hacía gozar como un macho a una hembra en brama.

Con Rosario de la mano y con Lautaro en brazos, Nora tomó el colectivo hasta los multifamiliares en los que vivían. Se encontró a su marido borracho viendo el futbol en la pequeña sala, y se sintió morir del coraje cuando él le ordenó que se apurara con la comida, que no fuera huevona.

Sin decir nada, se  quitó las zapatillas y se puso unas pantuflas, se colocó el delantal sobre el vestido de calle y preparó una sopa instantánea y huevos ahogados en mole de lata. Recalentó el arroz que había en el refrigerador y cuando ella, su marido y sus dos hijos estuvieron sentados a la mesa, como si hubiera sido un balde de agua fría, recibió la orden de su marido para que bajara a comprarle unas caguamas en la tiendita de la esquina.

Tratando de ser prudente para evitar un incidente que pudiera impresionar a los niños, Nora volvió a calzarse, se quitó el delantal y fue a cumplir el encargo de su marido. Ya que estaba en la tienda aprovechó para comprar también  una botella de cocacola para los niños y un paquete de galletas marías para que sirvieran de postre.

Nora caminaba hacia su casa cuando fue detenida por Irma, su comadre, madrina de Lautaro, quien le dijo que le dolía mucho lo que iba a decirle, pero que sentía que era su obligación informarle que Alfonso se acostaba con la vecina del departamento 301 del edificio B. Se trataba de una mujer que vivía sola y que recibía al marido de Nora cada vez que se le antojaba.

Cumpliendo con su deber de comadre, Irma también informó a Nora, que otra vecina de mucha confianza le había dicho que la amante de Alfonso había sacado los retratos que éste llevaba de ella y de sus dos hijos en la cartera, y que los estaba utilizando para hacerles brujería, con la intención de quedarse con aquel hombre para ella sola.

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Una mezcla de pánico y coraje se apoderó de Nora, quien sin despedirse siquiera de su comadre, se dirigió a su casa e irrumpió violentamente en el comedor. “¿Qué te pasa, pinche loca?” le preguntó Alfonso extrañado, y por toda respuesta ella le exigió que le mostrara los retratos que de los niños y de ella, él llevaba siempre en la cartera. “Te calmas o te parto la madre”, alcanzó a replicarle el hombre, pero al advertir la furia de su esposa, prefirió hacer lo que ésta le decía. Sacó la dichosa cartera y aterrada, Nora encontró en ella la credencial de elector de Alfonso, la estampa de San Judas Tadeo y un billete de cincuenta pesos, pero los retratos, efectivamente, no estaban.

Descontrolada, Nora sacó el cuchillo cebollero que guardaba en la cocina, y sin escuchar los ruegos de Alfonso de dirigió al departamento 301 del edificio B. Sintiéndose culpable, el hombre prefirió no presenciar el enfrentamiento de su mujer con su amante, y se quedó con los niños, a quienes dio algunas galletas para que se les quitara el susto.

Mientras tanto, Nora llegó al departamento de su rival y tocó repetidamente el timbre, hasta que una mujer otoñal pero bien arreglada, vestida solamente con una sugerente bata negra, le abrió la puerta. “¿Dime qué se te perdió aquí, Chula?”, preguntó la dueña del departamento a Nora, pero ésta, obnubilada, la apartó de un codazo y se introdujo en la vivienda.

Mientras la señora ordenaba a Nora que saliera de su casa o llamaría a la policía, ésta buscaba desesperadamente por las habitaciones, hasta que encontró un altar con tintes satánicos, en los que ocupaban un lugar protagónico las fotografías de ella y de sus hijos. A su mente vino el recuerdo de alguien que le había dicho que la única forma de terminar con un embrujo era destruyendo a su autor, y así lo hizo, sin decir palabra alguna volteó hacia la dueña del departamento y le rebanó la garganta.

La sangre brotó a borbotones, pero Nora logró rescatar las añoradas fotografías y llegar a su departamento  antes de que lo hiciera la policía. “¿Qué hiciste, pendeja?”, le preguntó Alfonso al verla toda ensangrentada.

Por homicidio agravado, Nora fue sentenciada a 40 años de prisión, y aunque le dolió en el alma el que la hubiesen separado de sus hijos, siempre sintió que el haber salvado a sus hijos del hechizo que se cernía sobre ellos, había sido lo mejor que había hecho en la vida.

Los nombres de los personajes que se mencionan en esta narración son ficticios, los hechos sucedieron tal cual se cuentan.

Julio Domínguez Balboa

Sin darle mayores explicaciones, el jefe de personal de la oficina en la que trabajaba comunicó a Nora que por ser empleada de confianza, y por una política de austeridad anunciada por la directiva de la empresa, a partir del siguiente mes ganaría la mitad de sueldo, pero tendría que trabajar el mismo número de horas y echarle más ganas. De nada sirvieron súplicas y alegaciones, ella era una empleada menor, sin contrato firmado, y por lo tanto la compañía podía prescindir de sus servicios en el momento en que lo deseara, sin indemnizarla ni otorgarle algún otro de beneficio. No había de otra: o lo tomaba o lo dejaba, había muchas mujeres como ella esperando para ocupar su lugar.

Con mucho esfuerzo contuvo el llanto para no humillarse aún más ante aquel empleado implacable, y al terminar su jornada laboral, se arregló el cabello, se pintó los labios y de prisa fue a rescatar a sus dos hijos de la guardería en la que solía dejarlos. Rosario tenía 5 años de edad y Lautaro dos. A  Nora se le partía el corazón cada vez que tenía que dejar a los niños en manos de las nanas y las educadoras, pero no le quedaba de otra, pues el sueldo de Alfonso, su marido, apenas alcanzaba para cubrir el importe de la renta del departamento en el que vivían.

Jamás se imaginó que su vida de casada iba a ser tan difícil. Si no fuera porque no quería dejar a sus hijos sin padre y porque le encantaba la manera que tenía su marido de hacer el amor, desde hace mucho que se hubiera olvidado de Alfonso, lo habría dejado para tratar de rehacer su vida pero no podía, adoraba a ese hombre que en la noche la hacía gozar como un macho a una hembra en brama.

Con Rosario de la mano y con Lautaro en brazos, Nora tomó el colectivo hasta los multifamiliares en los que vivían. Se encontró a su marido borracho viendo el futbol en la pequeña sala, y se sintió morir del coraje cuando él le ordenó que se apurara con la comida, que no fuera huevona.

Sin decir nada, se  quitó las zapatillas y se puso unas pantuflas, se colocó el delantal sobre el vestido de calle y preparó una sopa instantánea y huevos ahogados en mole de lata. Recalentó el arroz que había en el refrigerador y cuando ella, su marido y sus dos hijos estuvieron sentados a la mesa, como si hubiera sido un balde de agua fría, recibió la orden de su marido para que bajara a comprarle unas caguamas en la tiendita de la esquina.

Tratando de ser prudente para evitar un incidente que pudiera impresionar a los niños, Nora volvió a calzarse, se quitó el delantal y fue a cumplir el encargo de su marido. Ya que estaba en la tienda aprovechó para comprar también  una botella de cocacola para los niños y un paquete de galletas marías para que sirvieran de postre.

Nora caminaba hacia su casa cuando fue detenida por Irma, su comadre, madrina de Lautaro, quien le dijo que le dolía mucho lo que iba a decirle, pero que sentía que era su obligación informarle que Alfonso se acostaba con la vecina del departamento 301 del edificio B. Se trataba de una mujer que vivía sola y que recibía al marido de Nora cada vez que se le antojaba.

Cumpliendo con su deber de comadre, Irma también informó a Nora, que otra vecina de mucha confianza le había dicho que la amante de Alfonso había sacado los retratos que éste llevaba de ella y de sus dos hijos en la cartera, y que los estaba utilizando para hacerles brujería, con la intención de quedarse con aquel hombre para ella sola.

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Una mezcla de pánico y coraje se apoderó de Nora, quien sin despedirse siquiera de su comadre, se dirigió a su casa e irrumpió violentamente en el comedor. “¿Qué te pasa, pinche loca?” le preguntó Alfonso extrañado, y por toda respuesta ella le exigió que le mostrara los retratos que de los niños y de ella, él llevaba siempre en la cartera. “Te calmas o te parto la madre”, alcanzó a replicarle el hombre, pero al advertir la furia de su esposa, prefirió hacer lo que ésta le decía. Sacó la dichosa cartera y aterrada, Nora encontró en ella la credencial de elector de Alfonso, la estampa de San Judas Tadeo y un billete de cincuenta pesos, pero los retratos, efectivamente, no estaban.

Descontrolada, Nora sacó el cuchillo cebollero que guardaba en la cocina, y sin escuchar los ruegos de Alfonso de dirigió al departamento 301 del edificio B. Sintiéndose culpable, el hombre prefirió no presenciar el enfrentamiento de su mujer con su amante, y se quedó con los niños, a quienes dio algunas galletas para que se les quitara el susto.

Mientras tanto, Nora llegó al departamento de su rival y tocó repetidamente el timbre, hasta que una mujer otoñal pero bien arreglada, vestida solamente con una sugerente bata negra, le abrió la puerta. “¿Dime qué se te perdió aquí, Chula?”, preguntó la dueña del departamento a Nora, pero ésta, obnubilada, la apartó de un codazo y se introdujo en la vivienda.

Mientras la señora ordenaba a Nora que saliera de su casa o llamaría a la policía, ésta buscaba desesperadamente por las habitaciones, hasta que encontró un altar con tintes satánicos, en los que ocupaban un lugar protagónico las fotografías de ella y de sus hijos. A su mente vino el recuerdo de alguien que le había dicho que la única forma de terminar con un embrujo era destruyendo a su autor, y así lo hizo, sin decir palabra alguna volteó hacia la dueña del departamento y le rebanó la garganta.

La sangre brotó a borbotones, pero Nora logró rescatar las añoradas fotografías y llegar a su departamento  antes de que lo hiciera la policía. “¿Qué hiciste, pendeja?”, le preguntó Alfonso al verla toda ensangrentada.

Por homicidio agravado, Nora fue sentenciada a 40 años de prisión, y aunque le dolió en el alma el que la hubiesen separado de sus hijos, siempre sintió que el haber salvado a sus hijos del hechizo que se cernía sobre ellos, había sido lo mejor que había hecho en la vida.

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