/ miércoles 18 de julio de 2018

El caso de la mesera sin suerte

  • Por respeto a las personas que estuvieron involucradas en los hechos que narraré a continuación, los nombres de personas y lugares han sido cambiados, pero el texto se inspiró en acontecimientos absolutamente reales

Bajar de clase social en una ciudad pequeña y provinciana, como era Tuxtla en los años 1970, fue un trance muy duro para Emilia, cuya familia lo perdió todo a causa de las invasiones agrarias, principalmente la finca “El Porvenir”, ubicada al norte de Chiapas.

La chica no solamente tuvo que cambiarse de casa, dejando atrás el exclusivo barrio residencial en el que vivía, sino que ni siquiera pudo escapar a la Ciudad de México, en donde el anonimato la hubiera librado de caer tan bajo en un lugar en el que había estado muy en alto.

De tal forma, Emilia y su familia se instalaron en una casa de interés social, en una barriada de las afueras de la mancha urbana; y tuvieron que compartir el vecindario, el transporte y el mercado con quienes habiendo siendo sus sirvientes, ahora eran sus vecinos.

Educada para casarse, ser ama de casa y formar una familia, la muchacha tuvo que dar un giro a su plan de vida, pues no solamente la pobreza ahuyentó a sus pretendientes ricos, sino a quienes habían sido sus mejores amigos. Auxiliada por la fe en Dios que le habían inculcado desde pequeña Emilia sufrió aquella pena con entereza y supo hacer acopio de la fuerza necesaria para enfrentar las vicisitudes a las que la enfrentaban las circunstancias.  Su buena disposición y sus modales de niña rica le sirvieron para ser contratada como mesera en un lujoso restaurante, propiedad de un tío lejano, y doblegando el orgullo tuvo que dedicarse a servir, entre otros, a quienes alguna vez compartieron la mesa con ella.

Emilia era muy puntual. Se levantaba muy temprano para bañarse y arreglarse, y después abordaba el colectivo que la dejaba a varias cuadras de distancia de su empleo. Una vez ahí, se ponía el uniforme, con una ridícula cofia incluida, y a pesar de que hacía su mejor esfuerzo, recibía desaires y malos tratos por parte de sus compañeros de trabajo, quienes se alegraban de su desgracia, pero no conformes querían hacerla sufrir más, para que realmente supiera la marranada que significa ser pobre en un país en el que solamente el dinero garantiza la felicidad y el prestigio social.

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La necesidad es imperiosa, y Emilia soportaba con valentía aquel enfrentamiento. Ser una desposeída no era ninguna gracia, pero ella no estaba dispuesta a serlo siempre, y tenía la idea de que la disciplina y la fe la ayudarían, de alguna u otra manera, a sortear las dificultades de su nueva vida.

Saber hablar inglés y haber vivido un año en Estados Unidos la hicieron ser la perfecta anfitriona para los pocos turistas que por aquel entonces pernoctaban en la capital chiapaneca, quienes, agradecidos, dejaban generosas propinas a la bella mesera de piel blanca y ojos almendrados.

Nadie sabe porque a veces las desgracias caen una sobre la otra, pero el primer “día de las madres” que le tocó a Emilia vivir en calidad de mesera, trabajando en aquel restaurante, creyó que moriría, pues sin tener motivo se sentía avergonzada de tomar órdenes y servir platos a familias completas de chiapanecos pudientes, que sabían perfectamente quien era, y que, al igual que los empleados, se alegraban de la desgracia de la joven y rogaban a Dios que jamás les permitiera caer tan bajo. Tal vez alguno que otro la veían con lástima, pero en la mayoría de los casos lo que privaba eran la burla y el desprecio por aquel árbol caído.

Era increíble ver el aplomo con el que Emilia soportaba aquella lucha con la vida, y paradójicamente, su salvación vino en forma de una bala perdida, de ésas que los borrachos disparan al aire para festejar las fechas especiales, que penetró haciendo un hoyo en una vidriera, para después entrar en la frente de la muchacha y salirle por la base de la nuca.

Aunque la muerte fue instantánea, casi sin dolor y apenas perceptible, aquella desgracia devolvió a Emilia su prestigio social. Sus ex compañeras de preparatoria cooperaron para pagar un velorio muy digno en la funeraria más elegante de Chiapas, lo cual incluyó a un buen embalsamador, quien la maquilló como si fuera una muñeca, tratando de disimular lo más que fue posible el agujero que la bala le había dejado en la frente, para después colocarle el vestido  que había usado cuando fue reina del baile de graduación de la preparatoria, con el collar, la pulsera y la tiara de brillantes falsos que iluminaban ese rostro que jamás alcanzó el fulgor que merecía.

  • Por respeto a las personas que estuvieron involucradas en los hechos que narraré a continuación, los nombres de personas y lugares han sido cambiados, pero el texto se inspiró en acontecimientos absolutamente reales

Bajar de clase social en una ciudad pequeña y provinciana, como era Tuxtla en los años 1970, fue un trance muy duro para Emilia, cuya familia lo perdió todo a causa de las invasiones agrarias, principalmente la finca “El Porvenir”, ubicada al norte de Chiapas.

La chica no solamente tuvo que cambiarse de casa, dejando atrás el exclusivo barrio residencial en el que vivía, sino que ni siquiera pudo escapar a la Ciudad de México, en donde el anonimato la hubiera librado de caer tan bajo en un lugar en el que había estado muy en alto.

De tal forma, Emilia y su familia se instalaron en una casa de interés social, en una barriada de las afueras de la mancha urbana; y tuvieron que compartir el vecindario, el transporte y el mercado con quienes habiendo siendo sus sirvientes, ahora eran sus vecinos.

Educada para casarse, ser ama de casa y formar una familia, la muchacha tuvo que dar un giro a su plan de vida, pues no solamente la pobreza ahuyentó a sus pretendientes ricos, sino a quienes habían sido sus mejores amigos. Auxiliada por la fe en Dios que le habían inculcado desde pequeña Emilia sufrió aquella pena con entereza y supo hacer acopio de la fuerza necesaria para enfrentar las vicisitudes a las que la enfrentaban las circunstancias.  Su buena disposición y sus modales de niña rica le sirvieron para ser contratada como mesera en un lujoso restaurante, propiedad de un tío lejano, y doblegando el orgullo tuvo que dedicarse a servir, entre otros, a quienes alguna vez compartieron la mesa con ella.

Emilia era muy puntual. Se levantaba muy temprano para bañarse y arreglarse, y después abordaba el colectivo que la dejaba a varias cuadras de distancia de su empleo. Una vez ahí, se ponía el uniforme, con una ridícula cofia incluida, y a pesar de que hacía su mejor esfuerzo, recibía desaires y malos tratos por parte de sus compañeros de trabajo, quienes se alegraban de su desgracia, pero no conformes querían hacerla sufrir más, para que realmente supiera la marranada que significa ser pobre en un país en el que solamente el dinero garantiza la felicidad y el prestigio social.

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La necesidad es imperiosa, y Emilia soportaba con valentía aquel enfrentamiento. Ser una desposeída no era ninguna gracia, pero ella no estaba dispuesta a serlo siempre, y tenía la idea de que la disciplina y la fe la ayudarían, de alguna u otra manera, a sortear las dificultades de su nueva vida.

Saber hablar inglés y haber vivido un año en Estados Unidos la hicieron ser la perfecta anfitriona para los pocos turistas que por aquel entonces pernoctaban en la capital chiapaneca, quienes, agradecidos, dejaban generosas propinas a la bella mesera de piel blanca y ojos almendrados.

Nadie sabe porque a veces las desgracias caen una sobre la otra, pero el primer “día de las madres” que le tocó a Emilia vivir en calidad de mesera, trabajando en aquel restaurante, creyó que moriría, pues sin tener motivo se sentía avergonzada de tomar órdenes y servir platos a familias completas de chiapanecos pudientes, que sabían perfectamente quien era, y que, al igual que los empleados, se alegraban de la desgracia de la joven y rogaban a Dios que jamás les permitiera caer tan bajo. Tal vez alguno que otro la veían con lástima, pero en la mayoría de los casos lo que privaba eran la burla y el desprecio por aquel árbol caído.

Era increíble ver el aplomo con el que Emilia soportaba aquella lucha con la vida, y paradójicamente, su salvación vino en forma de una bala perdida, de ésas que los borrachos disparan al aire para festejar las fechas especiales, que penetró haciendo un hoyo en una vidriera, para después entrar en la frente de la muchacha y salirle por la base de la nuca.

Aunque la muerte fue instantánea, casi sin dolor y apenas perceptible, aquella desgracia devolvió a Emilia su prestigio social. Sus ex compañeras de preparatoria cooperaron para pagar un velorio muy digno en la funeraria más elegante de Chiapas, lo cual incluyó a un buen embalsamador, quien la maquilló como si fuera una muñeca, tratando de disimular lo más que fue posible el agujero que la bala le había dejado en la frente, para después colocarle el vestido  que había usado cuando fue reina del baile de graduación de la preparatoria, con el collar, la pulsera y la tiara de brillantes falsos que iluminaban ese rostro que jamás alcanzó el fulgor que merecía.

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