/ domingo 25 de noviembre de 2018

De la inutilidad y la egolatría

Hay días inútiles, soberanos por la plena incapacidad de hacer algo. Sólo salta a cada instante un inveterado vacío y otro… y otro… Nos sume la desazón…horas…horas… Lo único que queda entre manos es escribir y contar algo de lo inútiles que somos.

Tomo un libro y no es el exacto, ni ese no otros tantos; en ninguno encuentro lo que busco, siento que pierdo el tiempo con una rotunda constancia; sospecho que me he equivocado de páginas e insisto y nada…nada…

Es una situación extraña, poco repetida; eso sí, plena de inutilidad hallada. Se trata de algo parecido a la experiencia de la oquedad, a un vacío que nos atrapa en el momento menos esperado; un vacío que recorre el cuerpo e impide cualquier acción, pese a los intentos clausurados.

Opto por trabajos manuales aplazados. La torpeza cabalga en mis manos como una serpiente enroscándose en cada intento de esto o aquello.

Todo es inútil. Inútil insistir. Inútil preferir algo diferente a escribir. Hay días inútiles, muchas horas perfectamente inútiles que dibujan nuestra propia torpeza, esa araña deslizándose entre los instintos, el deseo y los actos que se desplazan en la vacuidad.

La inutilidad tiene olor a sulfato de cobre gracias a que corroe las entrañas del instante mientras se bambolea en su reloj de arena. He detectado su fragilidad peligrosa y la dejo que actúe a sus anchas antes de malograr los clamores de la incertidumbre.

Para engañarme cambio de lugar, de interés inmediato, hasta de ropa. Y nada. Me baño y nada. Me da horror salir a la calle. Decido tirarme en la cama. Espero que ocurra algo, aunque sea una sospecha. Nada es nada. Me calma una sinfonía de Debussy. Sigo despierto. Ni el celular, nadie anuncia nada.

Prefiero dejar los minutos diluyéndose en los poros nacientes del ahora antes que ahorcar el aire que respiro. Tomo mis propios dedos de las manos y palpo el tiempo real sin la malicia de calcular nada que se distinga de mí mismo.

Fui, Soy, Seré. Estoy besando lo que amo, sólo lo que he aprendido a amar: dos mujeres, dos hijas; y las amadas sin ser mías por un tiempo: esas musas perfectas que me han inventado en el devenir. ¿Es inútil ser otro testigo más, o qué? ¿Quién dice si?

Sospecho un infarto o un asalto. Ante la paranoia decido un trago de Wisky para dejar de escribir este poema en prosa. De verdad no soy inútil. El dolor me calma con su esponjosa realidad. Así es. Me diluye y concreta en un movimiento inexacto pero vital como una metáfora de sí misma, entonces me doy cuenta que he dejado de ser inútil.

Voy a intentar de entender lo que no he sido. Quiero dibujar al ególatra. Van algunas pinceladas. El ególatra borbotea simpatía y una gracia que seduce. Posee el don del verbo cautivante, una personalidad sugestiva y ciertos actos que subyugan. Porta alguna memoria que deifica sus rituales narcisistas y maneras de ser señoriales. El ególatra crea espejos a cada paso público que da como un reptil que navega exhibiendo sus escamas y construyendo aureolas desde aplausos y elogios bien construidos por los aduladores de turno.

Pero de verdad, voy a decir lo que en el fondo hace que esos seres sean lo que son. Esos seres viven un desamparo original, algo desde niños los atrapó con insólita desgracia y para superar, ocasionalmente, las angustias, dolores y frustraciones, acuden, sin ser conscientes de ello, a una actitud de exaltación del YO que los complementa y complace para saciar esta o aquella carencia, generalmente de afecto materno o paterno. Esa es su realidad, hasta cierto punto irreal para sí mismos, inexplicable y perturbadora. Por ello digo que la egolatría es una máscara que se interpone entre el que es y el que quiere ser, esa máscara se dibuja de palabras y gestos que falsifican el verdadero rostro del portador de la máscara. De suerte que el ególatra no es confiable para nada, excepto para su propia, ansiada, perversa promoción personal que de verdad poco, muy poco, casi nada, nada ofrece a los otros. El ególatra, a fin de cuentas, es un usurpador. No lo denigro. No. Es que todos sus actos y decires conducen a su insobornable beneficio personal, sea el que sea, por pequeño que sea. Es un insatisfecho, un irremediable. No tiene cura posible. Toda egolatría es además de sospechosa, fastidiosa. Fastidia por su evidente sospecha en tanto que es fruto del envanecimiento, asunto muy cercano a una enfermedad mental. El ególatra es un enano, en todos los sentidos. En el fondo no creen en sí mismos y por ello quieren crecer por medio de sus fantasías narcisistas. Así que todo personaje con ese perfil no me da confianza y en el fondo de mí mismo, siento lastima y vergüenza, al verlos actuar. Pero ¡Cuidado! No son sombras de la luz. Son sombras oscuras, de una macabra oscuridad. La ansiedad los domina en su abrumador deseo de posesión, de todo, obvio del poder y, en nuestro caso, del poder cultural. Y hacen lo imposible para lograrlo. Poseen la audacia de la falacia, la mentira, el espejismo y son maestros en todo tipo de fraudes. ¡Cuidado! ¡Ojo, señor gobernador electo!

Hay días inútiles, soberanos por la plena incapacidad de hacer algo. Sólo salta a cada instante un inveterado vacío y otro… y otro… Nos sume la desazón…horas…horas… Lo único que queda entre manos es escribir y contar algo de lo inútiles que somos.

Tomo un libro y no es el exacto, ni ese no otros tantos; en ninguno encuentro lo que busco, siento que pierdo el tiempo con una rotunda constancia; sospecho que me he equivocado de páginas e insisto y nada…nada…

Es una situación extraña, poco repetida; eso sí, plena de inutilidad hallada. Se trata de algo parecido a la experiencia de la oquedad, a un vacío que nos atrapa en el momento menos esperado; un vacío que recorre el cuerpo e impide cualquier acción, pese a los intentos clausurados.

Opto por trabajos manuales aplazados. La torpeza cabalga en mis manos como una serpiente enroscándose en cada intento de esto o aquello.

Todo es inútil. Inútil insistir. Inútil preferir algo diferente a escribir. Hay días inútiles, muchas horas perfectamente inútiles que dibujan nuestra propia torpeza, esa araña deslizándose entre los instintos, el deseo y los actos que se desplazan en la vacuidad.

La inutilidad tiene olor a sulfato de cobre gracias a que corroe las entrañas del instante mientras se bambolea en su reloj de arena. He detectado su fragilidad peligrosa y la dejo que actúe a sus anchas antes de malograr los clamores de la incertidumbre.

Para engañarme cambio de lugar, de interés inmediato, hasta de ropa. Y nada. Me baño y nada. Me da horror salir a la calle. Decido tirarme en la cama. Espero que ocurra algo, aunque sea una sospecha. Nada es nada. Me calma una sinfonía de Debussy. Sigo despierto. Ni el celular, nadie anuncia nada.

Prefiero dejar los minutos diluyéndose en los poros nacientes del ahora antes que ahorcar el aire que respiro. Tomo mis propios dedos de las manos y palpo el tiempo real sin la malicia de calcular nada que se distinga de mí mismo.

Fui, Soy, Seré. Estoy besando lo que amo, sólo lo que he aprendido a amar: dos mujeres, dos hijas; y las amadas sin ser mías por un tiempo: esas musas perfectas que me han inventado en el devenir. ¿Es inútil ser otro testigo más, o qué? ¿Quién dice si?

Sospecho un infarto o un asalto. Ante la paranoia decido un trago de Wisky para dejar de escribir este poema en prosa. De verdad no soy inútil. El dolor me calma con su esponjosa realidad. Así es. Me diluye y concreta en un movimiento inexacto pero vital como una metáfora de sí misma, entonces me doy cuenta que he dejado de ser inútil.

Voy a intentar de entender lo que no he sido. Quiero dibujar al ególatra. Van algunas pinceladas. El ególatra borbotea simpatía y una gracia que seduce. Posee el don del verbo cautivante, una personalidad sugestiva y ciertos actos que subyugan. Porta alguna memoria que deifica sus rituales narcisistas y maneras de ser señoriales. El ególatra crea espejos a cada paso público que da como un reptil que navega exhibiendo sus escamas y construyendo aureolas desde aplausos y elogios bien construidos por los aduladores de turno.

Pero de verdad, voy a decir lo que en el fondo hace que esos seres sean lo que son. Esos seres viven un desamparo original, algo desde niños los atrapó con insólita desgracia y para superar, ocasionalmente, las angustias, dolores y frustraciones, acuden, sin ser conscientes de ello, a una actitud de exaltación del YO que los complementa y complace para saciar esta o aquella carencia, generalmente de afecto materno o paterno. Esa es su realidad, hasta cierto punto irreal para sí mismos, inexplicable y perturbadora. Por ello digo que la egolatría es una máscara que se interpone entre el que es y el que quiere ser, esa máscara se dibuja de palabras y gestos que falsifican el verdadero rostro del portador de la máscara. De suerte que el ególatra no es confiable para nada, excepto para su propia, ansiada, perversa promoción personal que de verdad poco, muy poco, casi nada, nada ofrece a los otros. El ególatra, a fin de cuentas, es un usurpador. No lo denigro. No. Es que todos sus actos y decires conducen a su insobornable beneficio personal, sea el que sea, por pequeño que sea. Es un insatisfecho, un irremediable. No tiene cura posible. Toda egolatría es además de sospechosa, fastidiosa. Fastidia por su evidente sospecha en tanto que es fruto del envanecimiento, asunto muy cercano a una enfermedad mental. El ególatra es un enano, en todos los sentidos. En el fondo no creen en sí mismos y por ello quieren crecer por medio de sus fantasías narcisistas. Así que todo personaje con ese perfil no me da confianza y en el fondo de mí mismo, siento lastima y vergüenza, al verlos actuar. Pero ¡Cuidado! No son sombras de la luz. Son sombras oscuras, de una macabra oscuridad. La ansiedad los domina en su abrumador deseo de posesión, de todo, obvio del poder y, en nuestro caso, del poder cultural. Y hacen lo imposible para lograrlo. Poseen la audacia de la falacia, la mentira, el espejismo y son maestros en todo tipo de fraudes. ¡Cuidado! ¡Ojo, señor gobernador electo!

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