/ domingo 10 de marzo de 2019

A mano alzada de Javier Pérez Bazo

 O el amor sólo cambia de postura a manera del deseo (Segunda y última parte)

En Escena errante nos encontramos con un tema esencial. Existe el tiempo de la contemplación que observa la nostalgia o lo que sucedió un día entero, por ejemplo. Aquellos que se aman y tocan la raíz del tiempo y de los cuerpos, movimiento doble que sucede en el mismo instante fundacional, son los que saben “tocar el fuego en compañía”, confiando en el destino que ellos inventan y la llamada puntual que escuchan. Es el lugar donde los cuerpos se inventan: “el atrevimiento no se cansa de exponer el amor a la intemperie” en medio de las prisas y jaloneos de la vida diaria: “Vedlos conmigo avivar sus cuerpos con justa sobredosis de existencia: / reclinando el reposo sobre el hombro / la joven avaricia, la tregua de los besos / y un huso tatuado en huesos y carne, / otra vez la alianza y la promesa / de echarse al fuego sin dejar cenizas.” En el incesante proceso, nunca acabado de invención de los cuerpos, se requiere, dice el poeta, una sobredosis de existencia para lograr, sin medida ni clemencia, “echarse al fuego sin dejar cenizas”, vale decir, todo se consume en una voracidad devoradora. Tal capacidad de invención, de crear de nuevo el cuerpo, el cuerpo increado que pensaba Antonin Artaud, descubre que “todo acaba de repente”, irremediablemente.

Y sabemos en Un aliento de ayer en el costado que el amor termina, solo queda la nostalgia tallada en “heridas y aflicciones”, cuando su esplendor se reduce a una miserable “alba acabada, de eclipsado júbilo”. Y peor: “que es puro veneno la memoria”, pues mata saber de uno mismo lo ido-vivido.

De pronto, en el íntimo universo del poeta, entra en acción la nostalgia, esa galante señora que se viste de negro o de rojo, según el caso. El poeta escucha el decir del tiempo y alcanza a percibir un delicado “quizás” que anuncia el no regreso de la amada. La nostalgia se transfigura y deja de ser el sujeto real doliente para que el tiempo real asuma el trabajo que le pertenece: el de hacedor; “las tardes de los miércoles en casa, / aquellas donde hacíamos del sueño / un íntimo telar de amores, un enjambre de sangres, / cuando los ojos fueron aprendiendo / de memoria a decirse tantas cosas.” Sin lamentos inútiles, al lado de Vicente Alexandre, poeta esencial del surrealismo en lengua española, (Espadas como labios, 1932, por ejemplo) nos advierte Javier P. Bazo, un tanto trémulo y sobre todo lúcido: “Ha pasado aprisa el primer invierno / y aún no se acostumbra a tanta ausencia / la terca soledad.”

Aquel resplandor no es ocaso comienza así: “La conoció sin nombre entre la brazas / que avivaba la vista al otro lado / del infinito”. Ahora ya no es “un hombre”, ese que trasiega por las calles de la trasnoche sino aquel que “la conoció”, nada más y nada menos “sin nombre entre los brazos”, en el centro del fuego. Y era una interminable invención fabulosa del corazón o más exactamente: “como si fuera el triunfo / del dolor y el placer investidos / en el instante de la eternidad.” Fueron cómplices “E hilvanaron el trato de cruzar / a la otra orilla y seducir el ojo curioso, / ser su doble, su ofrenda, su codicia”, es decir, desdoblarse para apresarse el uno en el otro en el sin fin… hasta llegar a “conjurar la ausencia” y desde tal apuesta “alzarse en rebeldía contra el tiempo, / ganarle la batalla a la quimera”, a esa ilusión traviesa que a veces se interpone entre los amorosos.

Pero la realidad humana impone otras maneras de ser a los seres sociales, a los sujetos de carne y hueso. Nunca se ama suficientemente pese a las ilusiones concebidas o la Mnemósine que todo lo inventa desde Hesíodo. La memoria del amor, de la sensualidad y el erotismo crea su propio espacio en la nostalgia y hace posible que el poeta habite esa estancia a sus anchas cuando escribe.

Ante ciertas palabras, otras se tropiezan y quedan temblorosas, titubeantes, heridas, deseando decir algo, otra cosa. Aparece un bloqueo. Sucede el salto y la escritura se desata en forma de revelación: “cuando irrumpió voraz la alevosía, / sus ojos hablaban de amor burlado, / y de doble ración de villanía” y la evidencia se hizo palabra: “Cuando me lo contaron sentí su dádiva / como un puñal y su traición y agravios / a fuego lento arder en las entrañas / y fui arrancando las raíces…como se arranca un hierro de la herida.”

El Otoño es desnudez, grácil acabamiento e “inventor de “tramposos espejos” en los que siempre ¡qué manera de ser! nos inventamos a diario. Pero bueno es reconocer las gracias de la carne, de la “carne descendida” donde cabalgó el deseo y fue alborada para el canto y espacio sagrado para festejar los instantes de la eternidad. En la estación otoñal de la vida nace otra eternidad, la eternidad de ser-siendo “sin una sola arruga sin ojeras / en cada corazón.”




Sabemos que existe un tiempo del amor, ese que ordena todos los otros tiempos en medio de una sed de ilusiones infinitas, como diría Rubén Darío, donde nos reconocemos en el alba, el ocaso, la luminosa noche y los sueños anunciantes porque “el amor sólo cambia de postura a merced del deseo, en cada súplica / o donación que irrumpe inagotable / como la luz de cierta amanecida.”

El último poema del poemario, en el último verso trae el título del libro. Leámoslo: “Siempre quise escribir un par de versos / de bien contadas sílabas / acerca del amor o el desengaño, / que los supiera el mundo de memoria / y que en cada colegio se estudiara / como aquellos más tristes de Neruda, / de oscuras golondrinas como en Bécquer, / un par de versos de esos inmortales, / que hablase al corazón a mano alzada.” Yo digo que varios versos de este libro de Javier Pérez Bazo que comentamos hablan al corazón, con valentía, con saber humano, y lucidez amorosa a mano alzada. Aquí se reúnen varios asuntos: el conocimiento profundo de la poesía, desde el humor de Quevedo, bien decantado, en buena parte del poemario; la presencia de Luis Cernuda en el arte del desdoblamiento, con sabios hallazgos; las influencias de Javier Egea, Felipe Benítez Reyes, Joan Margarit, como él mismo reconoce. Javier Pérez Bazo pertenece a la conocida Generación de la Experiencia española.

Allí A mano alzada están presentes, se escuchan nuestros grandes poetas del siglo XX y la esclarecida voz de Javier Pérez Bazo. Ahora, ustedes tienen la palabra.

Puebla de Zaragoza, Universidad Iberoamericana.

Marzo 6 de 2019

*Texto leído en la presentación del poemario A mano alzada, después de escuchar la íntima, reveladora conferencia: Guerra y exilio en la poesía de Cesar Vallejo de Javier Pérez Bazo.

En Escena errante nos encontramos con un tema esencial. Existe el tiempo de la contemplación que observa la nostalgia o lo que sucedió un día entero, por ejemplo. Aquellos que se aman y tocan la raíz del tiempo y de los cuerpos, movimiento doble que sucede en el mismo instante fundacional, son los que saben “tocar el fuego en compañía”, confiando en el destino que ellos inventan y la llamada puntual que escuchan. Es el lugar donde los cuerpos se inventan: “el atrevimiento no se cansa de exponer el amor a la intemperie” en medio de las prisas y jaloneos de la vida diaria: “Vedlos conmigo avivar sus cuerpos con justa sobredosis de existencia: / reclinando el reposo sobre el hombro / la joven avaricia, la tregua de los besos / y un huso tatuado en huesos y carne, / otra vez la alianza y la promesa / de echarse al fuego sin dejar cenizas.” En el incesante proceso, nunca acabado de invención de los cuerpos, se requiere, dice el poeta, una sobredosis de existencia para lograr, sin medida ni clemencia, “echarse al fuego sin dejar cenizas”, vale decir, todo se consume en una voracidad devoradora. Tal capacidad de invención, de crear de nuevo el cuerpo, el cuerpo increado que pensaba Antonin Artaud, descubre que “todo acaba de repente”, irremediablemente.

Y sabemos en Un aliento de ayer en el costado que el amor termina, solo queda la nostalgia tallada en “heridas y aflicciones”, cuando su esplendor se reduce a una miserable “alba acabada, de eclipsado júbilo”. Y peor: “que es puro veneno la memoria”, pues mata saber de uno mismo lo ido-vivido.

De pronto, en el íntimo universo del poeta, entra en acción la nostalgia, esa galante señora que se viste de negro o de rojo, según el caso. El poeta escucha el decir del tiempo y alcanza a percibir un delicado “quizás” que anuncia el no regreso de la amada. La nostalgia se transfigura y deja de ser el sujeto real doliente para que el tiempo real asuma el trabajo que le pertenece: el de hacedor; “las tardes de los miércoles en casa, / aquellas donde hacíamos del sueño / un íntimo telar de amores, un enjambre de sangres, / cuando los ojos fueron aprendiendo / de memoria a decirse tantas cosas.” Sin lamentos inútiles, al lado de Vicente Alexandre, poeta esencial del surrealismo en lengua española, (Espadas como labios, 1932, por ejemplo) nos advierte Javier P. Bazo, un tanto trémulo y sobre todo lúcido: “Ha pasado aprisa el primer invierno / y aún no se acostumbra a tanta ausencia / la terca soledad.”

Aquel resplandor no es ocaso comienza así: “La conoció sin nombre entre la brazas / que avivaba la vista al otro lado / del infinito”. Ahora ya no es “un hombre”, ese que trasiega por las calles de la trasnoche sino aquel que “la conoció”, nada más y nada menos “sin nombre entre los brazos”, en el centro del fuego. Y era una interminable invención fabulosa del corazón o más exactamente: “como si fuera el triunfo / del dolor y el placer investidos / en el instante de la eternidad.” Fueron cómplices “E hilvanaron el trato de cruzar / a la otra orilla y seducir el ojo curioso, / ser su doble, su ofrenda, su codicia”, es decir, desdoblarse para apresarse el uno en el otro en el sin fin… hasta llegar a “conjurar la ausencia” y desde tal apuesta “alzarse en rebeldía contra el tiempo, / ganarle la batalla a la quimera”, a esa ilusión traviesa que a veces se interpone entre los amorosos.

Pero la realidad humana impone otras maneras de ser a los seres sociales, a los sujetos de carne y hueso. Nunca se ama suficientemente pese a las ilusiones concebidas o la Mnemósine que todo lo inventa desde Hesíodo. La memoria del amor, de la sensualidad y el erotismo crea su propio espacio en la nostalgia y hace posible que el poeta habite esa estancia a sus anchas cuando escribe.

Ante ciertas palabras, otras se tropiezan y quedan temblorosas, titubeantes, heridas, deseando decir algo, otra cosa. Aparece un bloqueo. Sucede el salto y la escritura se desata en forma de revelación: “cuando irrumpió voraz la alevosía, / sus ojos hablaban de amor burlado, / y de doble ración de villanía” y la evidencia se hizo palabra: “Cuando me lo contaron sentí su dádiva / como un puñal y su traición y agravios / a fuego lento arder en las entrañas / y fui arrancando las raíces…como se arranca un hierro de la herida.”

El Otoño es desnudez, grácil acabamiento e “inventor de “tramposos espejos” en los que siempre ¡qué manera de ser! nos inventamos a diario. Pero bueno es reconocer las gracias de la carne, de la “carne descendida” donde cabalgó el deseo y fue alborada para el canto y espacio sagrado para festejar los instantes de la eternidad. En la estación otoñal de la vida nace otra eternidad, la eternidad de ser-siendo “sin una sola arruga sin ojeras / en cada corazón.”




Sabemos que existe un tiempo del amor, ese que ordena todos los otros tiempos en medio de una sed de ilusiones infinitas, como diría Rubén Darío, donde nos reconocemos en el alba, el ocaso, la luminosa noche y los sueños anunciantes porque “el amor sólo cambia de postura a merced del deseo, en cada súplica / o donación que irrumpe inagotable / como la luz de cierta amanecida.”

El último poema del poemario, en el último verso trae el título del libro. Leámoslo: “Siempre quise escribir un par de versos / de bien contadas sílabas / acerca del amor o el desengaño, / que los supiera el mundo de memoria / y que en cada colegio se estudiara / como aquellos más tristes de Neruda, / de oscuras golondrinas como en Bécquer, / un par de versos de esos inmortales, / que hablase al corazón a mano alzada.” Yo digo que varios versos de este libro de Javier Pérez Bazo que comentamos hablan al corazón, con valentía, con saber humano, y lucidez amorosa a mano alzada. Aquí se reúnen varios asuntos: el conocimiento profundo de la poesía, desde el humor de Quevedo, bien decantado, en buena parte del poemario; la presencia de Luis Cernuda en el arte del desdoblamiento, con sabios hallazgos; las influencias de Javier Egea, Felipe Benítez Reyes, Joan Margarit, como él mismo reconoce. Javier Pérez Bazo pertenece a la conocida Generación de la Experiencia española.

Allí A mano alzada están presentes, se escuchan nuestros grandes poetas del siglo XX y la esclarecida voz de Javier Pérez Bazo. Ahora, ustedes tienen la palabra.

Puebla de Zaragoza, Universidad Iberoamericana.

Marzo 6 de 2019

*Texto leído en la presentación del poemario A mano alzada, después de escuchar la íntima, reveladora conferencia: Guerra y exilio en la poesía de Cesar Vallejo de Javier Pérez Bazo.

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