/ martes 20 de noviembre de 2018

Todo se mueve, nada se detiene.

Una de las inocultables energías vitales, universales incluso, es el movimiento, el cambio, la transformación. Es una presencia constante, a la cual no podemos abstraernos. Pero de lo cual vamos percatándonos paulatinamente y cada vez más, con el pasar de los años, puesto que va siendo una constante el irnos dando cuenta de lo que ha cambiado quizá no a pasos agigantados pero sí minuciosamente, sin detenerse, desde tiempo atrás a la fecha, cada cosa, cada persona, cada pensamiento. Los niños de ayer son ya jóvenes o quizá jóvenes adultos en la actualidad. El niño aquel que se subía sobre un banquito para alcanzarla y tocar la marimba, hoy en día, a la vuelta de cinco años, tiene ya la estatura de su profesor. Y lo mismo ha ocurrido con el hijo de Anita, que ya comienza a ser un adolescente, y con Manuel, hijo de Mariana, y con Mayela y Brian. Hace apenas unos años envueltos en los cuidados de la infancia, comienzan ya a dar sus propios pasos y tomar sus propias decisiones.

Aquella vieja pugna de distintos pareceres entre los presocráticos Parménides y Heráclito, no se resuelve aún. El primero abogando por lo permanente, el no cambio; y el segundo, el “oscuro de Éfeso”, pronunciándose por el constante cambio, la dialéctica de la vida, “nadie puede bañarse dos veces en las mismas aguas” se decía para ilustrar su pensamiento, que recordamos como apotegma, en aquellas clases preparatorianas bajo la enseñanza de nuestros maestros Daniel Márquez Muro y Ernesto Schettino Maimone, en la Escuela Nacional Preparatoria No. 8, Mixcoac.

Éramos entonces unos adolescentes imberbes aún que disfrutábamos las peripatéticas enseñanzas de esos maestros de Lógica e Historia de la Filosofía, respectivamente. En mi caso particular, egresado de una escuela secundaria provinciana aquí en Comitán, en que habíamos vislumbrado atisbos del alto pensamiento filosófico e histórico, me resultaba sumamente emocionante comenzar a tener contacto con los orígenes de la filosofía grecolatina a través de la enseñanza de aquellos recordados maestros. Ahí cambio mi rumbo. Ahí se decidió mi vocación por las humanidades y en algún momento experimenté incluso la disyuntiva entre decidirme por la Filosofía o dedicar mis afanes académicos a la Literatura. Opté por esta última disciplina, que no es sólo una, sino que lo es variada y multiforme. Pero nunca dejé de lado las incursiones en las veredas interminables, abstrusas pero fascinantes de la especulación filosófica. Mi antigua idea de dedicarme a la abogacía, había quedado atrás definitivamente al descubrir la Facultad de Filosofía y Letras. Fue así como aposté por el movimiento, por el cambio, por la transformación del individuo y la sociedad en vez de sumarme a las anquilosadas modalidades de encorsetar el movimiento de la historia y de la sociedad a la normatividad que pretende frenar los cambios. Progresistas nos declarábamos los humanistas contra los estudiantes de Derecho, a quienes tildábamos de conservadores en las pugnas universitarias y en las mesas de discusión. No sólo anarquistas resultamos muchos, sino revolucionarios otros y hasta los hay ácratas que andan por ahí deambulando por la vida.

En un texto al que no he recurrido en los últimos años pero que recuerdo haber leído en mis tiempos de preparatoriano, en El mar y sus pescaditos creo, Rosario Castellanos habla de sí como de un ser híbrido que ante la misma disyuntiva entre estudiar Filosofía ó Letras, optó por aquella. Pero al dedicarse a las letras, creo tuvo un gran acierto, perdimos quizá a una digna representante de la filosofía mexicana que en vez de acompañar a Leopoldo Zea, Samuel Ramos, Abelardo Villegas, Ramon Xirau, Adolfo Sánchez Vázquez, como una distinguida y eximia filósofa en el panteón de esos preclaros pensadores que han conformado la escuela Mexicana de Filosofía, ganamos una excelente pluma en el ámbito de la creación artística, destacadísima tanto en el ámbito de la poesía, la narrativa, como el ensayo. Pero su quehacer creativo tuvo en cambio ese movimiento incontenible, la transparencia de las caudalosas e irrefrenables aguas de nuestros ríos selváticos y del interminable y majestuoso río heracliteano que no detiene sus aguas presurosas de movimiento y cambio provenientes desde la antigüedad prehelénica.

Quizá se aun tema que durante mucho tiempo soslayamos; pasan los días y los años y no reflexionamos en torno al movimiento, al cambio. Al inmediato, al que nos circunda cada día y en cada actividad, con la transformación de quienes nos rodean y nosotros mismos; de la realidad, de la política, de la economía; pero, como también alguien ha dicho, el hombre ha llegado a la luna, ha realizado viajes interestelares pero no ha tenido tiempo de viajar hacia su interior, hacia el centro de su corazón y de su pensamiento; lo mismo ocurre con los cambios, el movimiento que observamos en nuestro entorno: ¿nos hemos detenido a observar cómo ha cambiado nuestro pensamiento? ¿nuestra abstracción? ¿nuestra cosmovisión? ¿Notamos los cambios que hemos experimentado en nuestro fuero interno y cómo se ha transformado nuestra conciencia? Porque difícilmente habrá quién pueda decir que todo en él o ella permanece igual que siempre, que nada ha cambiado.

Me viene a la memoria una frase que en algún momento leí o escuché y que me parece la síntesis de esta disertación, en forma de paradoja: lo único permanente es el cambio. De alguna manera eso es lo que ocurre con nosotros desde el momento en que nacemos y que no deja de ocupar nuestra existencia a lo largo de ella. El constante cambio de Heràclito. Por eso desconfío de quienes se declaran seguidores del gatopardismo, del supuesto cambiar para seguir igual. Claro que no. Si en términos de la ciencia, de las leyes de la física, de la termodinámica, de la biología, la química y todas las disciplinas científicas que nos explican no sólo nuestro mundo sino el universo entero, una gota de agua al caer sobre un lago y generar una onda expansiva, ya está transformando el universo. Por eso confío en que siendo indetenibles, cada uno de los cambios son asimismo generadores de uno y otro movimiento y así sucesivamente ad infinitum.

Así que por más aferrados que nosotros estemos o los demás a mantener el estado actual de cosas, sin moverse, bajo la mirada adusta de Parménides, hay en el fondo una suerte de equivocación hasta histórica. Lo único innegable es la marcha de todo hacia un cambio, aunque tampoco sabemos si para bien o para mal. Seamos optimistas y pensemos que hacia algo mejor para cada quien, que en conjunto, puede conformar a la colectividad. Por lo menos en nuestra conciencia el efecto del movimiento y del cambio se va dando aunque no lo notemos; al parecer este constante movimiento en que estamos sumergidos no nos permite poner un alto, aunque sea breve, para pensarlo, para percatarnos de que ocurre muy por encima de nuestra voluntad.

entretejas1@hotmail.com

Una de las inocultables energías vitales, universales incluso, es el movimiento, el cambio, la transformación. Es una presencia constante, a la cual no podemos abstraernos. Pero de lo cual vamos percatándonos paulatinamente y cada vez más, con el pasar de los años, puesto que va siendo una constante el irnos dando cuenta de lo que ha cambiado quizá no a pasos agigantados pero sí minuciosamente, sin detenerse, desde tiempo atrás a la fecha, cada cosa, cada persona, cada pensamiento. Los niños de ayer son ya jóvenes o quizá jóvenes adultos en la actualidad. El niño aquel que se subía sobre un banquito para alcanzarla y tocar la marimba, hoy en día, a la vuelta de cinco años, tiene ya la estatura de su profesor. Y lo mismo ha ocurrido con el hijo de Anita, que ya comienza a ser un adolescente, y con Manuel, hijo de Mariana, y con Mayela y Brian. Hace apenas unos años envueltos en los cuidados de la infancia, comienzan ya a dar sus propios pasos y tomar sus propias decisiones.

Aquella vieja pugna de distintos pareceres entre los presocráticos Parménides y Heráclito, no se resuelve aún. El primero abogando por lo permanente, el no cambio; y el segundo, el “oscuro de Éfeso”, pronunciándose por el constante cambio, la dialéctica de la vida, “nadie puede bañarse dos veces en las mismas aguas” se decía para ilustrar su pensamiento, que recordamos como apotegma, en aquellas clases preparatorianas bajo la enseñanza de nuestros maestros Daniel Márquez Muro y Ernesto Schettino Maimone, en la Escuela Nacional Preparatoria No. 8, Mixcoac.

Éramos entonces unos adolescentes imberbes aún que disfrutábamos las peripatéticas enseñanzas de esos maestros de Lógica e Historia de la Filosofía, respectivamente. En mi caso particular, egresado de una escuela secundaria provinciana aquí en Comitán, en que habíamos vislumbrado atisbos del alto pensamiento filosófico e histórico, me resultaba sumamente emocionante comenzar a tener contacto con los orígenes de la filosofía grecolatina a través de la enseñanza de aquellos recordados maestros. Ahí cambio mi rumbo. Ahí se decidió mi vocación por las humanidades y en algún momento experimenté incluso la disyuntiva entre decidirme por la Filosofía o dedicar mis afanes académicos a la Literatura. Opté por esta última disciplina, que no es sólo una, sino que lo es variada y multiforme. Pero nunca dejé de lado las incursiones en las veredas interminables, abstrusas pero fascinantes de la especulación filosófica. Mi antigua idea de dedicarme a la abogacía, había quedado atrás definitivamente al descubrir la Facultad de Filosofía y Letras. Fue así como aposté por el movimiento, por el cambio, por la transformación del individuo y la sociedad en vez de sumarme a las anquilosadas modalidades de encorsetar el movimiento de la historia y de la sociedad a la normatividad que pretende frenar los cambios. Progresistas nos declarábamos los humanistas contra los estudiantes de Derecho, a quienes tildábamos de conservadores en las pugnas universitarias y en las mesas de discusión. No sólo anarquistas resultamos muchos, sino revolucionarios otros y hasta los hay ácratas que andan por ahí deambulando por la vida.

En un texto al que no he recurrido en los últimos años pero que recuerdo haber leído en mis tiempos de preparatoriano, en El mar y sus pescaditos creo, Rosario Castellanos habla de sí como de un ser híbrido que ante la misma disyuntiva entre estudiar Filosofía ó Letras, optó por aquella. Pero al dedicarse a las letras, creo tuvo un gran acierto, perdimos quizá a una digna representante de la filosofía mexicana que en vez de acompañar a Leopoldo Zea, Samuel Ramos, Abelardo Villegas, Ramon Xirau, Adolfo Sánchez Vázquez, como una distinguida y eximia filósofa en el panteón de esos preclaros pensadores que han conformado la escuela Mexicana de Filosofía, ganamos una excelente pluma en el ámbito de la creación artística, destacadísima tanto en el ámbito de la poesía, la narrativa, como el ensayo. Pero su quehacer creativo tuvo en cambio ese movimiento incontenible, la transparencia de las caudalosas e irrefrenables aguas de nuestros ríos selváticos y del interminable y majestuoso río heracliteano que no detiene sus aguas presurosas de movimiento y cambio provenientes desde la antigüedad prehelénica.

Quizá se aun tema que durante mucho tiempo soslayamos; pasan los días y los años y no reflexionamos en torno al movimiento, al cambio. Al inmediato, al que nos circunda cada día y en cada actividad, con la transformación de quienes nos rodean y nosotros mismos; de la realidad, de la política, de la economía; pero, como también alguien ha dicho, el hombre ha llegado a la luna, ha realizado viajes interestelares pero no ha tenido tiempo de viajar hacia su interior, hacia el centro de su corazón y de su pensamiento; lo mismo ocurre con los cambios, el movimiento que observamos en nuestro entorno: ¿nos hemos detenido a observar cómo ha cambiado nuestro pensamiento? ¿nuestra abstracción? ¿nuestra cosmovisión? ¿Notamos los cambios que hemos experimentado en nuestro fuero interno y cómo se ha transformado nuestra conciencia? Porque difícilmente habrá quién pueda decir que todo en él o ella permanece igual que siempre, que nada ha cambiado.

Me viene a la memoria una frase que en algún momento leí o escuché y que me parece la síntesis de esta disertación, en forma de paradoja: lo único permanente es el cambio. De alguna manera eso es lo que ocurre con nosotros desde el momento en que nacemos y que no deja de ocupar nuestra existencia a lo largo de ella. El constante cambio de Heràclito. Por eso desconfío de quienes se declaran seguidores del gatopardismo, del supuesto cambiar para seguir igual. Claro que no. Si en términos de la ciencia, de las leyes de la física, de la termodinámica, de la biología, la química y todas las disciplinas científicas que nos explican no sólo nuestro mundo sino el universo entero, una gota de agua al caer sobre un lago y generar una onda expansiva, ya está transformando el universo. Por eso confío en que siendo indetenibles, cada uno de los cambios son asimismo generadores de uno y otro movimiento y así sucesivamente ad infinitum.

Así que por más aferrados que nosotros estemos o los demás a mantener el estado actual de cosas, sin moverse, bajo la mirada adusta de Parménides, hay en el fondo una suerte de equivocación hasta histórica. Lo único innegable es la marcha de todo hacia un cambio, aunque tampoco sabemos si para bien o para mal. Seamos optimistas y pensemos que hacia algo mejor para cada quien, que en conjunto, puede conformar a la colectividad. Por lo menos en nuestra conciencia el efecto del movimiento y del cambio se va dando aunque no lo notemos; al parecer este constante movimiento en que estamos sumergidos no nos permite poner un alto, aunque sea breve, para pensarlo, para percatarnos de que ocurre muy por encima de nuestra voluntad.

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