/ miércoles 31 de octubre de 2018

El enterrador

  • Tiene en sus hombros y sus manos demasiados años deenterrador como para temerle a ella, a la muerte…

Fría, dolorosa, indolente. La Muerte llega a todos,a cada uno en su día, en su hora, en su muerte. A veces seanuncia, no siempre, a veces solo te lleva con sus frías manos, teacaricia en su pecho, te convence y te lleva.

La Muerte no es mala ni buena, es muerte; transiciónhacia algún lugar o hacia la nada, no se sabe. Nadie se ha ido conella y la ha soltado para regresar, para decirnos a los vivos quehay en el hogar de la muerte, ahí en ese espacio fúnebre, negro,triste, de muerte.

Ella, la pelona, la huesuda; no mata sólo recoge aquienes se duermen para siempre, ella es la Muerte, la queconsiente, la que guía hacia algún lado con su manto mágico.

Octavio dice que la muerte no espanta, tampoco losmuertos porque ellos duermen tranquilos, en paz; duermen y viven enla muerte, descansando abajo, guardados, donde sus manos losdejaron, bajo la tierra que da vida a las raíces de los árboles,ahí están ellos, los enterrados, lo consentidos, los cuidados porél y por ella: Octavio y la Muerte.

Sigiloso y callado, así se muestra el enterrador,como ella le ha enseñado, como ella se comporta, como vida enmuerte, como muerte en vida. Silencioso, callado, sereno. Octavio,el enterrador de los que se han ido con ella hacia alguna parte ohacia la nada.

Con una risa macabramente seria dice que en elpanteón de Tuxtla no espantan, posiblemente los 35 años que le haofrecido al oficio de enterrar difuntos lo han hecho frio, friocomo la pelona, frio como una tumba olvidada, como un espaciotriste del panteón viejo de Tuxtla.

“No espantan porque ya lo conocemos; dicen queaquí espantan pero no es cierto”. Octavio tiene otros temores,más horrorosos, despiadados, “espanta el vivo, el muerto no, elmuerto, muerto está –se detiene, se ríe fríamente y confiesa-nosotros estamos acostumbrados a ver cosas aquí (…) sobre eltrabajo.”

Hombres, Mujeres, niños y niñas, viejitos yviejitas, él ha sido la última mano que los ha tocado, la últimavoz cerca de ellos, el último aliento, el último sudor, laúltima mirada, el encargado de guardarlos en los recuerdos. Ganapoco pero se queda, algo en su interno le obliga a seguirsepultando, está aferrado a seguir, quizá hasta que le toquedormir eternamente junto a ellos, los difuntos.

Este hombre no sólo ha sembrado hombres y mujeres enla tierra, también los ha sacado, ya en hueso, convertidos enhombres sin piel, mujer sin piel, niños y niñas sin piel, sinnada; sin ojos, sin pelo, sólo huesos, restos de lo que un díafue vida convertida en muerte. El enterrador los ha sacado arespirar un poco del mundo vivo, del mundo que espanta aOctavio.

Hoy todo es más fácil, los restos no lo asustancomo hace 35 años atrás, cuando dejo de ser ayudante de albañilpara convertirse en sepulturero.

Son sobrantes de cadáver, por qué temer si fuerongente; son sobrantes, quizá de Juan, de Pedro, Carolina, de Mario,de doña Chusita, de don Jorge, de don Toño y un día de mí, deti, de él, del enterrador.

Así se va la vida en un panteón, así pasan losdías del hombre que entierra gentes; así describe a la Muerte,como algo que le llega a todos, que no espanta, que sólo lleva.Tiene en sus hombros y sus manos demasiados años de enterradorcomo para temerle a ella, a la calaca.

Hace 35 años este hombre conocía la vida, la vidaestaba en sus herramientas de ayudante de albañil: en la arena, lacal, el cemento, el agua, hoy conoce a la muerte, se olvidó de lavida por convivir con quienes ya no la tienen, los encajonados, losfieles difuntos.

Hoy, su rostro se ve triste, triste como una madreque ve enterrar a su hijo, triste como una familia deja a un serquerido, triste, triste, triste…

Entre dos o tres horas las manos de Octavio y otrosabrían la tierra, dependiendo de cuánto la familia quisiera: dosmetros, un metro treinta o dos metros 50 –obedecen-, losenterradores entienden la voluntad de los dolientes,silenciosamente se mueven, como el viento, sin que nadie se décuenta de lo que hacen, así son los enterradores.

“Es despacio todo, porque está el sentimiento delfamiliar, la caja se baja con cuidado, todas las maniobras se hacencuidadosamente…y es que luego hay gente que se poner a rezar,porque tanto católico como evangélico vienen y dicen sus cosas ypues hay que respetar todo eso.”

Sólo observa, con su cara tostada por el sol y susojos tristes; su cuerpo se combina con el aire, con el silencio,con el llanto de esa esposa, de esa madre, con el llanto reprimidode los hombres, ahí está Octavio, enterrando.

Don Octavio, ¿Para usted qué es la vida?

-Se calla, entristece- “No sé… discúlpenmetengo que retirarme” –Gracias.

  • Tiene en sus hombros y sus manos demasiados años deenterrador como para temerle a ella, a la muerte…

Fría, dolorosa, indolente. La Muerte llega a todos,a cada uno en su día, en su hora, en su muerte. A veces seanuncia, no siempre, a veces solo te lleva con sus frías manos, teacaricia en su pecho, te convence y te lleva.

La Muerte no es mala ni buena, es muerte; transiciónhacia algún lugar o hacia la nada, no se sabe. Nadie se ha ido conella y la ha soltado para regresar, para decirnos a los vivos quehay en el hogar de la muerte, ahí en ese espacio fúnebre, negro,triste, de muerte.

Ella, la pelona, la huesuda; no mata sólo recoge aquienes se duermen para siempre, ella es la Muerte, la queconsiente, la que guía hacia algún lado con su manto mágico.

Octavio dice que la muerte no espanta, tampoco losmuertos porque ellos duermen tranquilos, en paz; duermen y viven enla muerte, descansando abajo, guardados, donde sus manos losdejaron, bajo la tierra que da vida a las raíces de los árboles,ahí están ellos, los enterrados, lo consentidos, los cuidados porél y por ella: Octavio y la Muerte.

Sigiloso y callado, así se muestra el enterrador,como ella le ha enseñado, como ella se comporta, como vida enmuerte, como muerte en vida. Silencioso, callado, sereno. Octavio,el enterrador de los que se han ido con ella hacia alguna parte ohacia la nada.

Con una risa macabramente seria dice que en elpanteón de Tuxtla no espantan, posiblemente los 35 años que le haofrecido al oficio de enterrar difuntos lo han hecho frio, friocomo la pelona, frio como una tumba olvidada, como un espaciotriste del panteón viejo de Tuxtla.

“No espantan porque ya lo conocemos; dicen queaquí espantan pero no es cierto”. Octavio tiene otros temores,más horrorosos, despiadados, “espanta el vivo, el muerto no, elmuerto, muerto está –se detiene, se ríe fríamente y confiesa-nosotros estamos acostumbrados a ver cosas aquí (…) sobre eltrabajo.”

Hombres, Mujeres, niños y niñas, viejitos yviejitas, él ha sido la última mano que los ha tocado, la últimavoz cerca de ellos, el último aliento, el último sudor, laúltima mirada, el encargado de guardarlos en los recuerdos. Ganapoco pero se queda, algo en su interno le obliga a seguirsepultando, está aferrado a seguir, quizá hasta que le toquedormir eternamente junto a ellos, los difuntos.

Este hombre no sólo ha sembrado hombres y mujeres enla tierra, también los ha sacado, ya en hueso, convertidos enhombres sin piel, mujer sin piel, niños y niñas sin piel, sinnada; sin ojos, sin pelo, sólo huesos, restos de lo que un díafue vida convertida en muerte. El enterrador los ha sacado arespirar un poco del mundo vivo, del mundo que espanta aOctavio.

Hoy todo es más fácil, los restos no lo asustancomo hace 35 años atrás, cuando dejo de ser ayudante de albañilpara convertirse en sepulturero.

Son sobrantes de cadáver, por qué temer si fuerongente; son sobrantes, quizá de Juan, de Pedro, Carolina, de Mario,de doña Chusita, de don Jorge, de don Toño y un día de mí, deti, de él, del enterrador.

Así se va la vida en un panteón, así pasan losdías del hombre que entierra gentes; así describe a la Muerte,como algo que le llega a todos, que no espanta, que sólo lleva.Tiene en sus hombros y sus manos demasiados años de enterradorcomo para temerle a ella, a la calaca.

Hace 35 años este hombre conocía la vida, la vidaestaba en sus herramientas de ayudante de albañil: en la arena, lacal, el cemento, el agua, hoy conoce a la muerte, se olvidó de lavida por convivir con quienes ya no la tienen, los encajonados, losfieles difuntos.

Hoy, su rostro se ve triste, triste como una madreque ve enterrar a su hijo, triste como una familia deja a un serquerido, triste, triste, triste…

Entre dos o tres horas las manos de Octavio y otrosabrían la tierra, dependiendo de cuánto la familia quisiera: dosmetros, un metro treinta o dos metros 50 –obedecen-, losenterradores entienden la voluntad de los dolientes,silenciosamente se mueven, como el viento, sin que nadie se décuenta de lo que hacen, así son los enterradores.

“Es despacio todo, porque está el sentimiento delfamiliar, la caja se baja con cuidado, todas las maniobras se hacencuidadosamente…y es que luego hay gente que se poner a rezar,porque tanto católico como evangélico vienen y dicen sus cosas ypues hay que respetar todo eso.”

Sólo observa, con su cara tostada por el sol y susojos tristes; su cuerpo se combina con el aire, con el silencio,con el llanto de esa esposa, de esa madre, con el llanto reprimidode los hombres, ahí está Octavio, enterrando.

Don Octavio, ¿Para usted qué es la vida?

-Se calla, entristece- “No sé… discúlpenmetengo que retirarme” –Gracias.

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