/ martes 8 de noviembre de 2022

Joyas Chiapanecas | El amor de las muchachas


No sé si sólo ocurre en México, pero desde que tengo uso de razón siempre he tenido la suerte de contar con el apoyo, con el soporte, con la complicidad, con el ¿por qué no decirlo? con el cariño de las sirvientas.

Desde las indias tzeltales que traían mis abuelos del rancho, ataviadas con sus trajes autóctonos de camisa bordada y tzek azul marino con listones, hasta las chilangas que luego se volvieron compositoras, cantantes o empresarias.

Las criadas y yo siempre hemos compartido un espacio aparte, en el que he gozado, hasta la fecha, de su protección. Y digo hasta la fecha porque creo que la muchacha de la casa conoce mejor sobre mis cosas, mi ropa y hasta mis libros, que yo mismo.

Los cuartos de servicio siempre fueron un refugio al que recurría cuando sentía que la realidad me era adversa, las imágenes de los artistas de las telenovelas pegadas en la pared y recortadas de alguna revista se volvieron objeto de culto para mí, lo mismo que los “santitos” enmarcados en vidrio y papel brillante (paspartú).

Es tal mi dependencia y la suerte que Dios me ha dado, que durante los años que viví solo en la Ciudad de México y luego en Tuxtla Gutiérrez, siempre tuve una muchacha de planta dispuesta a hacer y deshacer mis maletas cuando salía de viaje; que encontraba la llave o la medallita que se me había perdido o que cocinaba todas las cosas como sabía que me gustaban.

Bueno, de hecho, como decía líneas arriba, actualmente la sirvienta, que ahora es de entrada por salida, es mi mejor aliada y me ayuda en todo. Compartimos el gusto por las plantas y los animales. Yo los compro, ella los cuida, como siempre ha sido.

Sin faltar a la modestia debo decir que las sirvientas que he tenido siempre me han querido. Nadie hace lo que han hecho por mí sin sentir amor, no hay sueldo que pueda pagar lo que se hace por cariño. En otra época jamás hubiera reconocido esto que ahora escribo, pero sí: las muchachas y yo siempre nos hemos querido.


No sé si sólo ocurre en México, pero desde que tengo uso de razón siempre he tenido la suerte de contar con el apoyo, con el soporte, con la complicidad, con el ¿por qué no decirlo? con el cariño de las sirvientas.

Desde las indias tzeltales que traían mis abuelos del rancho, ataviadas con sus trajes autóctonos de camisa bordada y tzek azul marino con listones, hasta las chilangas que luego se volvieron compositoras, cantantes o empresarias.

Las criadas y yo siempre hemos compartido un espacio aparte, en el que he gozado, hasta la fecha, de su protección. Y digo hasta la fecha porque creo que la muchacha de la casa conoce mejor sobre mis cosas, mi ropa y hasta mis libros, que yo mismo.

Los cuartos de servicio siempre fueron un refugio al que recurría cuando sentía que la realidad me era adversa, las imágenes de los artistas de las telenovelas pegadas en la pared y recortadas de alguna revista se volvieron objeto de culto para mí, lo mismo que los “santitos” enmarcados en vidrio y papel brillante (paspartú).

Es tal mi dependencia y la suerte que Dios me ha dado, que durante los años que viví solo en la Ciudad de México y luego en Tuxtla Gutiérrez, siempre tuve una muchacha de planta dispuesta a hacer y deshacer mis maletas cuando salía de viaje; que encontraba la llave o la medallita que se me había perdido o que cocinaba todas las cosas como sabía que me gustaban.

Bueno, de hecho, como decía líneas arriba, actualmente la sirvienta, que ahora es de entrada por salida, es mi mejor aliada y me ayuda en todo. Compartimos el gusto por las plantas y los animales. Yo los compro, ella los cuida, como siempre ha sido.

Sin faltar a la modestia debo decir que las sirvientas que he tenido siempre me han querido. Nadie hace lo que han hecho por mí sin sentir amor, no hay sueldo que pueda pagar lo que se hace por cariño. En otra época jamás hubiera reconocido esto que ahora escribo, pero sí: las muchachas y yo siempre nos hemos querido.