/ martes 17 de enero de 2023

Joyas Chiapanecas | La hospitalidad del Chato


El día en que el ex presidente López Portillo anunció la nacionalización de la Banca, disparando la inflación y la devaluación de la moneda, uno de los pocos mexicanos que estaban felices, aunque no por eso, claro, era El Chato, un cuarentón que vivía en el exclusivo fraccionamiento Lomas Altas de la Ciudad de México.

Estaba contento porque a él lo único que le interesaba era vivir el momento, y en aquel momento disfrutaba de una vida de lujos y de excesos, gracias a la distribución al menudeo que hacía de cocaína y otras sustancias, entre los “niños bien” de la capital del país.

A su casa de Lomas Altas, llegaba lo más granado de la sociedad para abastecerse de sus “grapas” o sus tubos de mota, y El Chato no tenía ni que vestirse para ganar dinero. Siempre andaba en calzoncillos y no le importaba recibir así a sus visitas pues, aunque sobrepasaba las cuatro décadas, era alcohólico y drogadicto, su cuerpo se conservaba atlético, como el de un hombre de menor edad, tal vez debido a alguna condición genética.

Las jovencitas suspiraban por el Chato y se le entregaban sin condiciones, recibiendo, además de las caricias del hombre, buenas dosis de coca, cigarrillos de marihuana y todo el alcohol que pudieran beber.

La fiesta en la casa del Chato era perenne, no importaban la fecha ni la hora, las puertas siempre estaban abiertas para quienes tuvieran el dinero suficiente para comprar las cosas que vendía el Chato, a cambio de lo cual podían, si lo querían, quedarse a convivir con las demás visitas, entre las que figuraban hijos de políticos en boga, empresarios judíos, libaneses, norteños y de todos los orígenes.

Cuando anunció, en su último informe, José López Portillo, que por decreto se nacionalizaban 49 bancos, la empobrecida clase media sintió que el negro era más negro y la depresión se hizo epidemia, menos en la casa del Chato.

Aquella tarde, en calzoncillos, como siempre, con una bata sobrepuesta, pero totalmente abierta, El Chato disfrutaba de sus visitas y se reía de la situación a la que el “capitalismo de estado” había conducido al país.

El rock progresivo sonaba a todo volumen y El Chato, con su copa de coñac en la mano, recibía a sus visitas y las atendía como se merecían, diciendo, a manera de broma que la culpa de la crisis económica se debía a que lo peor que pudieron haber hecho los indios había sido quitar el gobierno de manos de los españoles.

“Ay Chato, no digas eso, todos tenemos algo de sangre indígena en las venas”, replicaba la hija de un secretario de estado, a la que se notaba que más que “algo”, ella tenía la mayor parte de la sangre indígena circulándole en las venas.

Nadie supo en qué momento empezaron las convulsiones del Chato. El exceso de cocaína y alcohol le reventaron el corazón y después de una corta agonía quedó yacente sobre un sillón de la sala, con un rictus de dolor en el rostro y la bata abierta, mostrando impúdicamente su ropa interior.


El día en que el ex presidente López Portillo anunció la nacionalización de la Banca, disparando la inflación y la devaluación de la moneda, uno de los pocos mexicanos que estaban felices, aunque no por eso, claro, era El Chato, un cuarentón que vivía en el exclusivo fraccionamiento Lomas Altas de la Ciudad de México.

Estaba contento porque a él lo único que le interesaba era vivir el momento, y en aquel momento disfrutaba de una vida de lujos y de excesos, gracias a la distribución al menudeo que hacía de cocaína y otras sustancias, entre los “niños bien” de la capital del país.

A su casa de Lomas Altas, llegaba lo más granado de la sociedad para abastecerse de sus “grapas” o sus tubos de mota, y El Chato no tenía ni que vestirse para ganar dinero. Siempre andaba en calzoncillos y no le importaba recibir así a sus visitas pues, aunque sobrepasaba las cuatro décadas, era alcohólico y drogadicto, su cuerpo se conservaba atlético, como el de un hombre de menor edad, tal vez debido a alguna condición genética.

Las jovencitas suspiraban por el Chato y se le entregaban sin condiciones, recibiendo, además de las caricias del hombre, buenas dosis de coca, cigarrillos de marihuana y todo el alcohol que pudieran beber.

La fiesta en la casa del Chato era perenne, no importaban la fecha ni la hora, las puertas siempre estaban abiertas para quienes tuvieran el dinero suficiente para comprar las cosas que vendía el Chato, a cambio de lo cual podían, si lo querían, quedarse a convivir con las demás visitas, entre las que figuraban hijos de políticos en boga, empresarios judíos, libaneses, norteños y de todos los orígenes.

Cuando anunció, en su último informe, José López Portillo, que por decreto se nacionalizaban 49 bancos, la empobrecida clase media sintió que el negro era más negro y la depresión se hizo epidemia, menos en la casa del Chato.

Aquella tarde, en calzoncillos, como siempre, con una bata sobrepuesta, pero totalmente abierta, El Chato disfrutaba de sus visitas y se reía de la situación a la que el “capitalismo de estado” había conducido al país.

El rock progresivo sonaba a todo volumen y El Chato, con su copa de coñac en la mano, recibía a sus visitas y las atendía como se merecían, diciendo, a manera de broma que la culpa de la crisis económica se debía a que lo peor que pudieron haber hecho los indios había sido quitar el gobierno de manos de los españoles.

“Ay Chato, no digas eso, todos tenemos algo de sangre indígena en las venas”, replicaba la hija de un secretario de estado, a la que se notaba que más que “algo”, ella tenía la mayor parte de la sangre indígena circulándole en las venas.

Nadie supo en qué momento empezaron las convulsiones del Chato. El exceso de cocaína y alcohol le reventaron el corazón y después de una corta agonía quedó yacente sobre un sillón de la sala, con un rictus de dolor en el rostro y la bata abierta, mostrando impúdicamente su ropa interior.