/ martes 1 de noviembre de 2022

Joyas Chiapanecas | Sin escape alguno

Con su salario de vigilante en una tienda de telas de tapicería que estaba frente al mercado de Tapachula, Néstor apenas y recibía lo indispensable para pagar la renta del cuarto en el que vivía con su esposa y su hijo recién nacido. Su esposa se encargaba de completar el gasto vendiendo bolis de limón que ella misma preparaba, además de tortas y refrescos.

A Néstor no le alcanzaba para nada más y por eso cuando recibía su sobre con 1500 pesos semanales, sacaba los billetes y, dobladitos, se los guardaba dentro de la trusa, pues le aterraba la idea de que lo fueran a bolsear o que le fueran a robar la cartera.

El contacto del papel moneda con su piel le daba seguridad, y no le importaba tomar combis o caminar de noche hasta su casa, pues sabía que su paga estaba bien resguardada.

Aquella ocasión hizo lo mismo que de costumbre, y dejó un par de billetes de a 20 en su cartera por si lo intentaban robar y le pedían que entregara sus pertenencias, pues no sería lo mismo perder cuarenta pesos, que toda la raya de la semana.

Transcurrido el trayecto, bajó de la combi lo más cerca de su casa posible y empezó a caminar, cuando tres sujetos lo alcanzaron y en un lugar despoblado y oscuro le pidieron que de buena manera les entregara todas las cosas de valor que llevara.

Néstor les dio la cartera, el relojito Timex que le había regalado el patrón en su cumpleaños y la cadena con la medalla del Sagrado Corazón que aunque no era de oro, era muy bonita y se la había comprado su esposa el día que consiguió el trabajo de vigilante.

“También queremos los tenis, cabrón, y la camisa”, le espetó uno de los rateros y Néstor se iba a negar cuando el mismo sujeto le ordenó que mejor se quitara toda la ropa.

El filo de las navajas lo convencieron de que lo mejor sería obedecer y se quitó todo lo puesto y lo entregó a los ladrones. Se sintió avergonzado y violentado, pero al mismo tiempo temeroso.

El sentir el dinero de su sueldo dentro de la trusa hacía sentir victorioso a Néstor, hasta que una voz le ordenó enérgica: “también quítate los calzones, hijo de la chingada”.

Desconcertado, el muchacho sólo atinó a responderle al ratero que por favor no lo obligara a quedar completamente desnudo, que tuviera compasión de él.

Fue entonces cuando el ladrón le bajó los calzoncillos de un solo tirón, desperdigando los mil quinientos pesos sobre el cuarteado pavimento de la calle.

Con su salario de vigilante en una tienda de telas de tapicería que estaba frente al mercado de Tapachula, Néstor apenas y recibía lo indispensable para pagar la renta del cuarto en el que vivía con su esposa y su hijo recién nacido. Su esposa se encargaba de completar el gasto vendiendo bolis de limón que ella misma preparaba, además de tortas y refrescos.

A Néstor no le alcanzaba para nada más y por eso cuando recibía su sobre con 1500 pesos semanales, sacaba los billetes y, dobladitos, se los guardaba dentro de la trusa, pues le aterraba la idea de que lo fueran a bolsear o que le fueran a robar la cartera.

El contacto del papel moneda con su piel le daba seguridad, y no le importaba tomar combis o caminar de noche hasta su casa, pues sabía que su paga estaba bien resguardada.

Aquella ocasión hizo lo mismo que de costumbre, y dejó un par de billetes de a 20 en su cartera por si lo intentaban robar y le pedían que entregara sus pertenencias, pues no sería lo mismo perder cuarenta pesos, que toda la raya de la semana.

Transcurrido el trayecto, bajó de la combi lo más cerca de su casa posible y empezó a caminar, cuando tres sujetos lo alcanzaron y en un lugar despoblado y oscuro le pidieron que de buena manera les entregara todas las cosas de valor que llevara.

Néstor les dio la cartera, el relojito Timex que le había regalado el patrón en su cumpleaños y la cadena con la medalla del Sagrado Corazón que aunque no era de oro, era muy bonita y se la había comprado su esposa el día que consiguió el trabajo de vigilante.

“También queremos los tenis, cabrón, y la camisa”, le espetó uno de los rateros y Néstor se iba a negar cuando el mismo sujeto le ordenó que mejor se quitara toda la ropa.

El filo de las navajas lo convencieron de que lo mejor sería obedecer y se quitó todo lo puesto y lo entregó a los ladrones. Se sintió avergonzado y violentado, pero al mismo tiempo temeroso.

El sentir el dinero de su sueldo dentro de la trusa hacía sentir victorioso a Néstor, hasta que una voz le ordenó enérgica: “también quítate los calzones, hijo de la chingada”.

Desconcertado, el muchacho sólo atinó a responderle al ratero que por favor no lo obligara a quedar completamente desnudo, que tuviera compasión de él.

Fue entonces cuando el ladrón le bajó los calzoncillos de un solo tirón, desperdigando los mil quinientos pesos sobre el cuarteado pavimento de la calle.