/ martes 18 de octubre de 2022

Joyas Chiapanecas | El espejo me lo decía

Mire doctor, podría engañarlo con toda tranquilidad, pero ¿para qué le voy a mentir? yo nunca me he sentido normal. Desde que era niña sabía que algo andaba mal en mí, el espejo me lo decía, pero yo me negaba a creerle, porque ser diferente siempre es molesto, desagradable. Bueno… usted me entiende ¿no?

Mis padres se daban cuenta de que yo no era igual a mis hermanas ni a mis primas. No tenía amigas ni me interesaba tenerlas, odiaba a las demás niñas de mi escuela porque todas eran más bonitas que yo y porque casi todas tenían muchos más juguetes y mucho dinero. Vivían en palacios y yo en una pocilga.

La mayoría de esas mocosas ricas ya conocían Disneylandia y Disneyworld, pero a mí ni siquiera me llevaron jamás a Reino Aventura para ver nadar a Keiko, la ballena, que dicen que mojaba al público con sus carantoñas y zarandajas que hacía en una alberca.

No le miento doctor, mis papás querían que estudiara con niñas ricas, que me hiciera amiga de ellas, que fuera a sus casas, a sus fiestas, que saludara de beso a sus mamás, que les dijera tías y ¿todo para qué?

Esa bola de perras, a mí siempre me trataron como a la pobre gata que se les quiere arrimar, me lo hacían sentir, me presumían de todo, me veían de arriba para abajo y hasta una de ellas llegó a comentarme que seguramente mis padres se rompían la espalda trabajando para que yo pudiera estudiar en un colegio caro, cuando en realidad éramos una familia de muertos de hambre.

Jamás estrené uniforme doctor, siempre usaba los que ya no les quedaban a mis hermanas, todos descoloridos y evidentemente viejos. Lo mismo me pasaba con los zapatos y con las calcetas. El cabello me lo cortaba mi mamá en la casa y me lo dejaba todo disparejo porque ella aprendió estilismo nada más viendo.

Yo era un adefesio en la escuela, doctor. La hermana menor de una familia de niñas pobres que estudiaba en un colegio de niñas ricas. Mi situación era peor que la de la gorda Castillejos quien, a pesar de parecer un cerdo, llegaba al colegio en un lujoso carro con chofer, y con mucho dinero en la bolsa para comprar todas las tortas de jamón y las coca colas que se le antojaran. Yo no tenía ni para pagar un chicle.

Odiaba a todas mis compañeras, odiaba esa escuela, odiaba a las maestras, odiaba mis uniformes viejos, odiaba las tortas de jamón que no podía comprar, odiaba a los viajes a Disneylandia y a Disneyworld que nunca hice y, en fin, odiaba a mis padres por haberme mandado a competir a ese colegio sin tener los medios para hacerlo.

Tal vez yo no entendí bien lo que mis papás trataban de decirme sin palabras, pues mis tres hermanas, a pesar de no estar respaldadas por una fortuna familiar, hicieron buenos matrimonios y se salvaron de la miseria.

¿En qué me equivoqué? No lo sé, pero yo ni siquiera tuve novios o amigos ricos. Como casi no hablaba con mis compañeras, ellas nunca me presentaron a nadie, y fui a la fiesta de graduación sin pareja, con un vestido horroroso que me hizo mi abuelita en su máquina de coser Singer y nadie, pero ni siquiera por lástima, me sacó a bailar.

Fingiendo que no me importaba casarme ni formar una familia, estudié la carrera de medicina e hice la especialidad en patología. Aprendí a convivir con los muertos, a disecarlos, a conservarlos en formol. Noté que la belleza no sólo es externa y que las entrañas también tienen un encanto hipnótico.

Cuando me dieron mi título de patóloga, en sociedad con una de mis compañeras instalé un laboratorio de análisis clínicos. Nos fue muy bien y empezamos a ganar mucho dinero. Me compré un coche, pagué los gastos del sepelio de mi papá y he estado en varios tratamientos para adelgazar, pero sigo pareciendo una tonina fuera del agua, tal y como podrá usted darse cuenta.

Doctor, yo le juro que, sin ser simpática, era una buena persona. No sé qué me pasó, pero una tarde, en mi departamento, estaba yo terminado de comer una torta de jamón, cuando tocaron a la puerta un par de niñas, muy delgaditas, muy finitas, de cabellos lacios y de pieles blanquísimas. Me dijeron que habían ofrecido a la Virgen María hacer una colecta para ayudar a los niños pobres y que estaban pidiendo dinero de casa en casa como sacrificio de humildad. Las dos iban vestidas con unos preciosos uniformes del Colegio del Sagrado Corazón de Jesús, que removieron mis recuerdos. Las hice pasar y les ofrecí chocolates. Luego deposité un billete de quinientos pesos en cada una de sus alcancías y cuando aquellos dos angelitos se miraban el uno al otro, satisfechos de su triunfo, les molí el cráneo a martillazos. Luego desnudé los cadáveres, los seccioné, los metí en bolsas de basura y los fui a tirar a un contenedor.

Al regresar, limpié la sangre y borré todo rastro de violencia, además de quemar los uniformes, las camisetitas, los calzoncitos, las calcetas y los zapatitos. El dinero de las alcancías lo guardé en mi monedero y el par de medallitas de la Virgen de Guadalupe se lo vendí a mi criada por doscientos pesos.

Si hubieran sido dos niñas peladas, del pueblo, nadie hubiera dicho nada, pero una era hija de un gran empresario y otra sobrina de un funcionario. La policía no tardó en dar conmigo y me trajo a esta cárcel en donde tampoco me siento en mi ambiente. Las otras presas me ven con odio, lo mismo que las carceleras. Nadie viene a visitarme, sólo mi abogada, que es una vieja nalgona y odiosa, pero, sobre todo, imbécil.

Correo: santapiedra@gmail.com

Mire doctor, podría engañarlo con toda tranquilidad, pero ¿para qué le voy a mentir? yo nunca me he sentido normal. Desde que era niña sabía que algo andaba mal en mí, el espejo me lo decía, pero yo me negaba a creerle, porque ser diferente siempre es molesto, desagradable. Bueno… usted me entiende ¿no?

Mis padres se daban cuenta de que yo no era igual a mis hermanas ni a mis primas. No tenía amigas ni me interesaba tenerlas, odiaba a las demás niñas de mi escuela porque todas eran más bonitas que yo y porque casi todas tenían muchos más juguetes y mucho dinero. Vivían en palacios y yo en una pocilga.

La mayoría de esas mocosas ricas ya conocían Disneylandia y Disneyworld, pero a mí ni siquiera me llevaron jamás a Reino Aventura para ver nadar a Keiko, la ballena, que dicen que mojaba al público con sus carantoñas y zarandajas que hacía en una alberca.

No le miento doctor, mis papás querían que estudiara con niñas ricas, que me hiciera amiga de ellas, que fuera a sus casas, a sus fiestas, que saludara de beso a sus mamás, que les dijera tías y ¿todo para qué?

Esa bola de perras, a mí siempre me trataron como a la pobre gata que se les quiere arrimar, me lo hacían sentir, me presumían de todo, me veían de arriba para abajo y hasta una de ellas llegó a comentarme que seguramente mis padres se rompían la espalda trabajando para que yo pudiera estudiar en un colegio caro, cuando en realidad éramos una familia de muertos de hambre.

Jamás estrené uniforme doctor, siempre usaba los que ya no les quedaban a mis hermanas, todos descoloridos y evidentemente viejos. Lo mismo me pasaba con los zapatos y con las calcetas. El cabello me lo cortaba mi mamá en la casa y me lo dejaba todo disparejo porque ella aprendió estilismo nada más viendo.

Yo era un adefesio en la escuela, doctor. La hermana menor de una familia de niñas pobres que estudiaba en un colegio de niñas ricas. Mi situación era peor que la de la gorda Castillejos quien, a pesar de parecer un cerdo, llegaba al colegio en un lujoso carro con chofer, y con mucho dinero en la bolsa para comprar todas las tortas de jamón y las coca colas que se le antojaran. Yo no tenía ni para pagar un chicle.

Odiaba a todas mis compañeras, odiaba esa escuela, odiaba a las maestras, odiaba mis uniformes viejos, odiaba las tortas de jamón que no podía comprar, odiaba a los viajes a Disneylandia y a Disneyworld que nunca hice y, en fin, odiaba a mis padres por haberme mandado a competir a ese colegio sin tener los medios para hacerlo.

Tal vez yo no entendí bien lo que mis papás trataban de decirme sin palabras, pues mis tres hermanas, a pesar de no estar respaldadas por una fortuna familiar, hicieron buenos matrimonios y se salvaron de la miseria.

¿En qué me equivoqué? No lo sé, pero yo ni siquiera tuve novios o amigos ricos. Como casi no hablaba con mis compañeras, ellas nunca me presentaron a nadie, y fui a la fiesta de graduación sin pareja, con un vestido horroroso que me hizo mi abuelita en su máquina de coser Singer y nadie, pero ni siquiera por lástima, me sacó a bailar.

Fingiendo que no me importaba casarme ni formar una familia, estudié la carrera de medicina e hice la especialidad en patología. Aprendí a convivir con los muertos, a disecarlos, a conservarlos en formol. Noté que la belleza no sólo es externa y que las entrañas también tienen un encanto hipnótico.

Cuando me dieron mi título de patóloga, en sociedad con una de mis compañeras instalé un laboratorio de análisis clínicos. Nos fue muy bien y empezamos a ganar mucho dinero. Me compré un coche, pagué los gastos del sepelio de mi papá y he estado en varios tratamientos para adelgazar, pero sigo pareciendo una tonina fuera del agua, tal y como podrá usted darse cuenta.

Doctor, yo le juro que, sin ser simpática, era una buena persona. No sé qué me pasó, pero una tarde, en mi departamento, estaba yo terminado de comer una torta de jamón, cuando tocaron a la puerta un par de niñas, muy delgaditas, muy finitas, de cabellos lacios y de pieles blanquísimas. Me dijeron que habían ofrecido a la Virgen María hacer una colecta para ayudar a los niños pobres y que estaban pidiendo dinero de casa en casa como sacrificio de humildad. Las dos iban vestidas con unos preciosos uniformes del Colegio del Sagrado Corazón de Jesús, que removieron mis recuerdos. Las hice pasar y les ofrecí chocolates. Luego deposité un billete de quinientos pesos en cada una de sus alcancías y cuando aquellos dos angelitos se miraban el uno al otro, satisfechos de su triunfo, les molí el cráneo a martillazos. Luego desnudé los cadáveres, los seccioné, los metí en bolsas de basura y los fui a tirar a un contenedor.

Al regresar, limpié la sangre y borré todo rastro de violencia, además de quemar los uniformes, las camisetitas, los calzoncitos, las calcetas y los zapatitos. El dinero de las alcancías lo guardé en mi monedero y el par de medallitas de la Virgen de Guadalupe se lo vendí a mi criada por doscientos pesos.

Si hubieran sido dos niñas peladas, del pueblo, nadie hubiera dicho nada, pero una era hija de un gran empresario y otra sobrina de un funcionario. La policía no tardó en dar conmigo y me trajo a esta cárcel en donde tampoco me siento en mi ambiente. Las otras presas me ven con odio, lo mismo que las carceleras. Nadie viene a visitarme, sólo mi abogada, que es una vieja nalgona y odiosa, pero, sobre todo, imbécil.

Correo: santapiedra@gmail.com