/ martes 1 de febrero de 2022

Joyas Chiapanecas | Festival de la Nalga


Hace mucho tiempo pasé un fin de semana en la Ciudad de México, con todo pagado, por motivos de trabajo.

Me hospedé en el Hotel Misión Reforma, ubicado frente al extinto monumento a Colón, justamente entre el Hotel Fiesta Americana (antes Fiesta Palace) y el bellísimo Hotel Imperial de gustoso estilo art noveau.

Aterricé como a las seis de la tarde, y aunque el Misión Reforma y el aeropuerto están relativamente cerca, el tráfico pesado hizo demorar mucho al taxi que me condujo a él.

Antes de bajarnos del coche, pudimos ver que por el Paseo de la Reforma desfilaban cientos de manifestantes con antorchas encendidas, dando la impresión de que iban a tomar la Embajada Norteamericana (sí, cómo no) o la Torre Mayor.

Para un chiapaneco el espectáculo era algo fuera de lo común y me hubiera gustado quedarme a “abrir la boca” un rato, pero mis compañeros de viaje y yo entramos a registrarnos al hotel. Con el rabillo del ojo advertimos que en el lobby había un coctel inaugural de una exposición de grabados de José Luis Cuevas, con gente guapa y bien vestida, bocadillos, champaña y todas esas cosas que acostumbran los capitalinos enamorados del arte y de la pendejada.

Una vez instalado, descubrí que mi habitación tenía vista sobre el Paseo de la Reforma, y descansé cuando vi que los pirómanos ambulantes habían desaparecido.

Me bañé, me cambié de ropa y al no encontrar a mis compañeros por ningún lado, me lancé rumbo a la Zona Rosa, para verla después de años de no haber estado ahí.

Qué bruto, el lugar había cambiado. Se había transformado en un lupanar: sucio, derruido, decadente, con muchos locales cerrados o en remodelación. Los jóvenes que antes acostumbraban llegar ahí para lucir sus autos deportivos o sus motocicletas habían desaparecido, y en su lugar se veían decenas de proxenetas preguntándome si quería mujeres u hombres para tener sexo, ofreciéndome drogas de todo tipo y en fin lo que fuese, si es que lo tenían (inclusive niñas o niños, como si estuviéramos en Malasia, Tailandia o en algún lugar del lejano Oriente).

Caminé por la calle Florencia, y un tipo me invitó a conocer sin compromiso el “Festival de la Nalga”, al cual entré para descubrir que no era sino un “table dance” más.

Decliné la idea de quedarme en el “fest” y volví a salir a la calle, en donde otro fulano me preguntó si quería ir, también sin compromiso, a un burdel de a de veras, como los de antes.

Provinciano al fin, acepté y me llevó a una casona de la colonia Juárez, en cuyo salón había chicas polacas, húngaras, brasileñas y hasta cubanas vendiéndose a los comensales, que tomaban tragos sentados en los sillones de aquella residencia porfiriana.

“Aquí la bebida es gratis, sólo pagas la chica y el cuarto”, me dijo mi “cicerone”, pero yo preferí también salir corriendo de ahí, pues el peligro se respiraba en el ambiente, en el que flotaba el olor a orines y a semen.

Desesperado y con hambre, llamé por teléfono a una amiga que vive sola en Ciudad Satélite, un suburbio de la Capital, y la invité a cenar y a tomar un trago ahí mismo en la Zona Rosa.

“¿A la Zona Rosa? ¿qué te pasa? Ese lugar casi es un burdel acordonado”, me respondió, pero prometió pasar por mí para llevarme a una cantina de Polanco. Mientras la esperaba, varias chicas de tacón dorado y chicos de pantalón apretado me invitaron a compartir la cama, pero yo los despreciaba lanzándoles miradas de “yo no soy de ésos”.

Cuando al fin llegó mi amiga en su carrito, nos fuimos sin demora a Polanco, a un antro que está en plena calle Campos Elíseos, frente a la fuente de los charros.

El lugar estaba a reventar, pero como la tipa era clienta asidua, nos instalaron en una buena mesa. Pedimos una botella de vodka y agua quina, y no tardamos en integrarnos a la bola de “niñas y niños bien”, que disfrutaban con mucho ánimo el fin de semana, y que, corrida la noche, demostraron que también eran tan golfos como los de la Zona Rosa, pero sin cobrar y, eso sí, muy bien vestiditos.

A pesar de llevar compañía, un yuppie, de traje de lana y zapatos boleados, me mandó un trago con el mesero, mismo que yo rechacé, oyendo las protestas de mi amiga que quería que el tipo viniera a sentarse en nuestra mesa, porque para ella la piel blanca y la buen a ropa hacen la mejor carta de presentación.

Sin darnos cuenta, se nos terminó el vodka y se nos terminó la noche. Llegué al Hotel cuando estaba amaneciendo y el ajetreo empezaba ya sobre el Paseo de la Reforma. Faltaban veinte minutos para que pasaran a recogerme, así que mi cama quedó tendida, y a mí sólo me dio tiempo de lavarme la cara y los dientes, cambiarme de ropa e irme sin desayunar.

Transitábamos hacia Chapultepec, y sobre el viejo Paseo de la Emperatriz (Reforma), frente a nuestros incrédulos ojos, decenas de campesinas y de campesinos empezaron a desnudarse.

Yo pensé que, a lo mucho, iban a quedarse en calzones, pero no, se lo quitaron todo, todo, todo, sin el menor pudor. Los transeúntes parecían disfrutar con el striptease campesino, pero yo mejor voltee la mirada hacia otra parte, porque a pesar de mi gordura y mis años encima, sigo siendo un niño decente.



Hace mucho tiempo pasé un fin de semana en la Ciudad de México, con todo pagado, por motivos de trabajo.

Me hospedé en el Hotel Misión Reforma, ubicado frente al extinto monumento a Colón, justamente entre el Hotel Fiesta Americana (antes Fiesta Palace) y el bellísimo Hotel Imperial de gustoso estilo art noveau.

Aterricé como a las seis de la tarde, y aunque el Misión Reforma y el aeropuerto están relativamente cerca, el tráfico pesado hizo demorar mucho al taxi que me condujo a él.

Antes de bajarnos del coche, pudimos ver que por el Paseo de la Reforma desfilaban cientos de manifestantes con antorchas encendidas, dando la impresión de que iban a tomar la Embajada Norteamericana (sí, cómo no) o la Torre Mayor.

Para un chiapaneco el espectáculo era algo fuera de lo común y me hubiera gustado quedarme a “abrir la boca” un rato, pero mis compañeros de viaje y yo entramos a registrarnos al hotel. Con el rabillo del ojo advertimos que en el lobby había un coctel inaugural de una exposición de grabados de José Luis Cuevas, con gente guapa y bien vestida, bocadillos, champaña y todas esas cosas que acostumbran los capitalinos enamorados del arte y de la pendejada.

Una vez instalado, descubrí que mi habitación tenía vista sobre el Paseo de la Reforma, y descansé cuando vi que los pirómanos ambulantes habían desaparecido.

Me bañé, me cambié de ropa y al no encontrar a mis compañeros por ningún lado, me lancé rumbo a la Zona Rosa, para verla después de años de no haber estado ahí.

Qué bruto, el lugar había cambiado. Se había transformado en un lupanar: sucio, derruido, decadente, con muchos locales cerrados o en remodelación. Los jóvenes que antes acostumbraban llegar ahí para lucir sus autos deportivos o sus motocicletas habían desaparecido, y en su lugar se veían decenas de proxenetas preguntándome si quería mujeres u hombres para tener sexo, ofreciéndome drogas de todo tipo y en fin lo que fuese, si es que lo tenían (inclusive niñas o niños, como si estuviéramos en Malasia, Tailandia o en algún lugar del lejano Oriente).

Caminé por la calle Florencia, y un tipo me invitó a conocer sin compromiso el “Festival de la Nalga”, al cual entré para descubrir que no era sino un “table dance” más.

Decliné la idea de quedarme en el “fest” y volví a salir a la calle, en donde otro fulano me preguntó si quería ir, también sin compromiso, a un burdel de a de veras, como los de antes.

Provinciano al fin, acepté y me llevó a una casona de la colonia Juárez, en cuyo salón había chicas polacas, húngaras, brasileñas y hasta cubanas vendiéndose a los comensales, que tomaban tragos sentados en los sillones de aquella residencia porfiriana.

“Aquí la bebida es gratis, sólo pagas la chica y el cuarto”, me dijo mi “cicerone”, pero yo preferí también salir corriendo de ahí, pues el peligro se respiraba en el ambiente, en el que flotaba el olor a orines y a semen.

Desesperado y con hambre, llamé por teléfono a una amiga que vive sola en Ciudad Satélite, un suburbio de la Capital, y la invité a cenar y a tomar un trago ahí mismo en la Zona Rosa.

“¿A la Zona Rosa? ¿qué te pasa? Ese lugar casi es un burdel acordonado”, me respondió, pero prometió pasar por mí para llevarme a una cantina de Polanco. Mientras la esperaba, varias chicas de tacón dorado y chicos de pantalón apretado me invitaron a compartir la cama, pero yo los despreciaba lanzándoles miradas de “yo no soy de ésos”.

Cuando al fin llegó mi amiga en su carrito, nos fuimos sin demora a Polanco, a un antro que está en plena calle Campos Elíseos, frente a la fuente de los charros.

El lugar estaba a reventar, pero como la tipa era clienta asidua, nos instalaron en una buena mesa. Pedimos una botella de vodka y agua quina, y no tardamos en integrarnos a la bola de “niñas y niños bien”, que disfrutaban con mucho ánimo el fin de semana, y que, corrida la noche, demostraron que también eran tan golfos como los de la Zona Rosa, pero sin cobrar y, eso sí, muy bien vestiditos.

A pesar de llevar compañía, un yuppie, de traje de lana y zapatos boleados, me mandó un trago con el mesero, mismo que yo rechacé, oyendo las protestas de mi amiga que quería que el tipo viniera a sentarse en nuestra mesa, porque para ella la piel blanca y la buen a ropa hacen la mejor carta de presentación.

Sin darnos cuenta, se nos terminó el vodka y se nos terminó la noche. Llegué al Hotel cuando estaba amaneciendo y el ajetreo empezaba ya sobre el Paseo de la Reforma. Faltaban veinte minutos para que pasaran a recogerme, así que mi cama quedó tendida, y a mí sólo me dio tiempo de lavarme la cara y los dientes, cambiarme de ropa e irme sin desayunar.

Transitábamos hacia Chapultepec, y sobre el viejo Paseo de la Emperatriz (Reforma), frente a nuestros incrédulos ojos, decenas de campesinas y de campesinos empezaron a desnudarse.

Yo pensé que, a lo mucho, iban a quedarse en calzones, pero no, se lo quitaron todo, todo, todo, sin el menor pudor. Los transeúntes parecían disfrutar con el striptease campesino, pero yo mejor voltee la mirada hacia otra parte, porque a pesar de mi gordura y mis años encima, sigo siendo un niño decente.