/ martes 8 de marzo de 2022

Joyas Chiapanecas | Jamás debí salir de Tapachula

Orgullosa, altiva y muy segura de sí misma, la bella Norma llegó a la sala de embarque del avión que la llevaría por vez primera a París, la ciudad de sus sueños.

Desde niña había querido conocer la capital francesa, pero el mundo triste, opaco y anodino de la clase media de Tapachula en el que había crecido jamás se lo permitió.

Las cosas empezaron a cambiar, cuando recién cumplidos los dieciocho años de edad, una de sus primas le consiguió empleo en una oficina de gobierno. Su figura torneada, su morena piel de terciopelo, su carita de ángel y su crespa cabellera negra le sirvieron más que cualquier título o aptitud para ir trepando en el escalafón jerárquico de la dependencia, y cuando vino a ver, después de haber saltado de una cama a otra, fue nombrada directora de relaciones públicas, con dos secretarias y un equipo de asistentes, para realizar el reconfortante trabajo de cobrar sin trabajar.

En sentido estricto, el puesto de directora de relaciones públicas se lo debía al licenciado con el que iría a París, quien también le había conseguido una visa norteamericana para detenerse unos días en Nueva York, después de pasar casi dos semanas en la Ciudad Luz.

Vestida con un traje pantalón color cereza muy elegante, Norma llevaba zapatos de altísimos tacones a juego con un enorme bolso de diseñador, y una larga mascada de seda que en realidad le estorbaba, pero le daba mucho estilo.

En la sala de última espera, la joven gesticulaba con exageración cuando platicaba con el licenciado, para que se escuchara el tintinear de sus pulseras de oro al chocar una con otra.

Aunque jamás había estudiado inglés, no tuvo problemas cuando la rubia empleada de la aerolínea pidió a través de un altavoz que abordaran la nave los pasajeros de primera clase.

Oronda, satisfecha de sí misma, Norma se acomodó en el enorme asiento de piel junto al licenciado y asintió sonriente cuando la azafata le ofreció una copa aflauta de champán.

“Éste es uno de los momentos más felices de mi vida”, dijo Norma a su amante, pero apenas había expresado su sentir, cuando el gesto de alegría se le desdibujó del rostro por el terror que sintió al descubrir a uno de los pasajeros que se dirigía a la apretujada clase turista. El sujeto tenía todos los rasgos de las personas que atraen la mala suerte: chaparro, demoniaco, feo, prieto, cachetón y con un ojo tuerto.

“Gordo, yo no quiero viajar en este avión, estoy segura de que se va a caer”, dijo enfática al licenciado, quien le contestó que no fuera supersticiosa, que a la mala suerte no se le propicia, sino que ella llega sola.

“Los enanos tuertos son un mal augurio”, todo el mundo lo sabe, insistía Norma, y su tono de voz era cada vez más alto y desesperado. La jefa de sobrecargos vino en persona y a duras penas, porque no hablaba español, le dio a entender a Norma que una vez dentro del avión ya no podía salir, y que, si se veía forzada a hacerla bajar, tendría que dar parte a las autoridades por su actitud sospechosa.

Le pidió que permaneciera tranquila y a cambio le dio un par de calmantes para que se relajara. Mientras el avión recorría la pista de despegue y tomaba altura, Norma apretaba el brazo del licenciado y le decía: “eso me pasa por pendeja, jamás debí salir de Tapachula”.

Después de varias horas de vuelo, las asistentes de inspeccionaron las cabinas y se aseguraron del bienestar de los pasajeros. Mucho más tranquila, mientras el licenciado roncaba como un marrano, Norma pidió que le sirvieran más champán y al hacerlo, la azafata le guiñó un ojo para infundirle confianza.

Sin embargo, la copa de cristal, con el monograma de American Airlines grabado en ella, jamás logró llegar a sus labios pues el avión, por motivos jamás esclarecidos del todo, estalló en el aire sobre el Atlántico sin dejar rastros que hicieran posible la identificación de los cuerpos. Desconsolados, los familiares jamás se enteraron de que Norma había presentido su muerte, la cual le había sido anunciada por aquel demoniaco enano tuerto.

Orgullosa, altiva y muy segura de sí misma, la bella Norma llegó a la sala de embarque del avión que la llevaría por vez primera a París, la ciudad de sus sueños.

Desde niña había querido conocer la capital francesa, pero el mundo triste, opaco y anodino de la clase media de Tapachula en el que había crecido jamás se lo permitió.

Las cosas empezaron a cambiar, cuando recién cumplidos los dieciocho años de edad, una de sus primas le consiguió empleo en una oficina de gobierno. Su figura torneada, su morena piel de terciopelo, su carita de ángel y su crespa cabellera negra le sirvieron más que cualquier título o aptitud para ir trepando en el escalafón jerárquico de la dependencia, y cuando vino a ver, después de haber saltado de una cama a otra, fue nombrada directora de relaciones públicas, con dos secretarias y un equipo de asistentes, para realizar el reconfortante trabajo de cobrar sin trabajar.

En sentido estricto, el puesto de directora de relaciones públicas se lo debía al licenciado con el que iría a París, quien también le había conseguido una visa norteamericana para detenerse unos días en Nueva York, después de pasar casi dos semanas en la Ciudad Luz.

Vestida con un traje pantalón color cereza muy elegante, Norma llevaba zapatos de altísimos tacones a juego con un enorme bolso de diseñador, y una larga mascada de seda que en realidad le estorbaba, pero le daba mucho estilo.

En la sala de última espera, la joven gesticulaba con exageración cuando platicaba con el licenciado, para que se escuchara el tintinear de sus pulseras de oro al chocar una con otra.

Aunque jamás había estudiado inglés, no tuvo problemas cuando la rubia empleada de la aerolínea pidió a través de un altavoz que abordaran la nave los pasajeros de primera clase.

Oronda, satisfecha de sí misma, Norma se acomodó en el enorme asiento de piel junto al licenciado y asintió sonriente cuando la azafata le ofreció una copa aflauta de champán.

“Éste es uno de los momentos más felices de mi vida”, dijo Norma a su amante, pero apenas había expresado su sentir, cuando el gesto de alegría se le desdibujó del rostro por el terror que sintió al descubrir a uno de los pasajeros que se dirigía a la apretujada clase turista. El sujeto tenía todos los rasgos de las personas que atraen la mala suerte: chaparro, demoniaco, feo, prieto, cachetón y con un ojo tuerto.

“Gordo, yo no quiero viajar en este avión, estoy segura de que se va a caer”, dijo enfática al licenciado, quien le contestó que no fuera supersticiosa, que a la mala suerte no se le propicia, sino que ella llega sola.

“Los enanos tuertos son un mal augurio”, todo el mundo lo sabe, insistía Norma, y su tono de voz era cada vez más alto y desesperado. La jefa de sobrecargos vino en persona y a duras penas, porque no hablaba español, le dio a entender a Norma que una vez dentro del avión ya no podía salir, y que, si se veía forzada a hacerla bajar, tendría que dar parte a las autoridades por su actitud sospechosa.

Le pidió que permaneciera tranquila y a cambio le dio un par de calmantes para que se relajara. Mientras el avión recorría la pista de despegue y tomaba altura, Norma apretaba el brazo del licenciado y le decía: “eso me pasa por pendeja, jamás debí salir de Tapachula”.

Después de varias horas de vuelo, las asistentes de inspeccionaron las cabinas y se aseguraron del bienestar de los pasajeros. Mucho más tranquila, mientras el licenciado roncaba como un marrano, Norma pidió que le sirvieran más champán y al hacerlo, la azafata le guiñó un ojo para infundirle confianza.

Sin embargo, la copa de cristal, con el monograma de American Airlines grabado en ella, jamás logró llegar a sus labios pues el avión, por motivos jamás esclarecidos del todo, estalló en el aire sobre el Atlántico sin dejar rastros que hicieran posible la identificación de los cuerpos. Desconsolados, los familiares jamás se enteraron de que Norma había presentido su muerte, la cual le había sido anunciada por aquel demoniaco enano tuerto.