/ martes 16 de agosto de 2022

Joyas Chiapanecas | ¡Asesinan a dama en San Cristóbal!

Descendiente de próceres y finqueros chiapanecos, Anita vivió en San Cristóbal hasta la adolescencia, para después marchar a la Ciudad de México, en donde estuvo internada en el “Covadonga”, un colegio de monjas teresianas, en el que con disciplina fue instruida en el arte de ser una gran dama.

La chica se volvió experta en el manejo de mansiones, cocineras y sirvientas, además de aprender cultura general y el dominio impecable del idioma español, el inglés y el francés.

Con el paso del tiempo, también aprendió a vestir con elegancia, a maquillar su rostro con propiedad, a estar siempre a la moda, pero sin romper el estilo que el trato con otras niñas de su mismo nivel social le transmitieron.

Al cumplir 18 años, nadie hubiera pensado que aquella joven tuviese un origen provinciano. Al salir del internado, en contra de lo que hubiera podido pensarse, Anita se instaló en la residencia que su tía Josefa, hermana de su padre, tenía en la prolongación del Paseo de la Reforma, en las Lomas de Chapultepec.

Amiga de las hijas de las familias más prominentes de la élite metropolitana, todo el mundo esperaba que Anita se comprometiese con algún miembro de la vieja aristocracia porfiriana o con algún cachorro de la Revolución, pero sorpresivamente la joven anunció su compromiso con otro muchacho de origen chiapaneco, también afincado en la capital del país.

Se llamaba Adolfo y era nieto de dos ex gobernadores.

La boda se celebró en la iglesia Votiva de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, y después hubo una brillante recepción en el Jockey Club, a la que acudieron los empresarios más importantes de México, secretarios de estado y alguno que otro diplomático. Pocos fueron los chiapanecos invitados al convivio, pero muy bien escogidos entre lo más selecto de la oligarquía.

Después de pasar su luna de miel en Norteamérica y Europa, en un viaje que duró más de seis meses, Anita y Adolfo se instalaron en una casa de Polanco que él había heredado de su abuela, y ahí formaron su familia.

Tuvieron tres hijas y un hijo, a los que llamaron Ana, Piedad, Teresa y Adolfito. Integrados perfectamente a lo más granado de la sociedad y exhibiendo el dinero que tenían, para Anita y para Alfonso no les fue difícil casar bien a sus hijas, cuando estuvieron en edad de hacerlo, pero Adolfito, el único varón, siempre fue un dolor de cabeza para ellos, pues desde muy joven, el chico mostró una compulsiva adicción a las drogas y a los comportamientos erráticos.

La vida a veces da muchas vueltas y, sin darse cuenta, la fortuna de Anita y Adolfo fue mermándose hasta el punto de que tuvieron que vender la casa de las Lomas para instalarse en un amplio departamento de la colonia Narvarte. Amplio, sí, pero de la colonia Narvarte.

El cambio fue tan brusco que Adolfo no pudo resistirlo, y falleció de un ataque al miocardio, dejando a Anita sin más patrimonio que aquel vetusto departamento de Narvarte y las joyas que le había regalado desde que se conocieron.

Sin embargo, de San Cristóbal, Anita recibió la notificación de que sus hermanos, que se habían quedado en la sureña ciudad, habían decidido cederle los derechos que todos tenían sobre la casa que había pertenecido a sus padres y que ocupaba casi toda una manzana. Tenían la idea de que aquella refinada ama de casa se convirtiera de la noche en la mañana en empresaria, y que convirtiera aquella residencia, que databa del siglo XIX, en un museo, en un hotel, en un restaurante o en una plaza comercial.

Sin tener otra opción, Anita decidió vender el departamento de Narvarte, pero Adolfito, que a sus cuarenta y tantos años de edad permanecía soltero, protestó inútilmente. Sus hermanas le hicieron saber que si no apoyaba a su madre en el negocio que pretendía emprender dejaría de contar con el apoyo de las tres, y como niño berrinchudo, el hijo menor de aquella familia viajó con su progenitora hasta la gélida capital de los Altos de Chiapas.

Aunque había sido lujosa, la casa se encontraba muy deteriorada y Anita decidió invertir lo que le habían pagado por el departamento de Narvarte en repararla, mientras decidía qué hacer con aquel inmueble.

Adolfito pronto se relacionó con la comunidad de drogadictos de San Cristóbal, y pronto empezó a consumir substancias prohibidas con singular alegría. “Deberías ponerlo de patitas en la calle”, dijo una de sus hijas a Anita, pero ella le respondió que donde fuese que fuera su casa, sería también la de su hijo.

Cierta mañana, Anita decidió contratar a un indio para que limpiara de maleza el jardín, y le permitió la entrada para que el hombre pudiera trabajar. Adolfito llevaba más de tres días sin llegar a dormir y, preocupada, la dama se sentó en la cocina para beber un café.

Nadie supo qué fue realmente lo que ocurrió en aquel momento, pero después de algunas horas el indio que arreglaba el jardín se presentó ante el Ministerio Público, para informar que había encontrado a doña Anita, materialmente cosida a puñaladas en la cocina de su casa.

El hombre fue detenido, lo mismo que Adolfito, para iniciar las averiguaciones pertinentes. A pesar de ser un drogadicto, el hijo de la occisa salió exonerado, mientras que al indio se le consigno ante un juez acusado de homicidio. Fue encarcelado y a los pocos días lo encontraron ahorcado en su celda como si se hubiera suicidado.

El caso se cerró y Adolfito volvió a la Ciudad de México, en donde siguió drogándose y terminó muerto a balazos en una riña suscitada en una cantina de la colonia Portales. Al acudir sus hermanas al Servicio Médico Forense a reclamar el cadáver, les fue entregado un anillo de esmeraldas y un collar de perlas que habían pertenecido a Anita y que Adolfito llevaba en la bolsa del saco, lo que despertó suspicacias en las que nadie prefirió reparar.


Correo: santapiedra@gmail.com

Descendiente de próceres y finqueros chiapanecos, Anita vivió en San Cristóbal hasta la adolescencia, para después marchar a la Ciudad de México, en donde estuvo internada en el “Covadonga”, un colegio de monjas teresianas, en el que con disciplina fue instruida en el arte de ser una gran dama.

La chica se volvió experta en el manejo de mansiones, cocineras y sirvientas, además de aprender cultura general y el dominio impecable del idioma español, el inglés y el francés.

Con el paso del tiempo, también aprendió a vestir con elegancia, a maquillar su rostro con propiedad, a estar siempre a la moda, pero sin romper el estilo que el trato con otras niñas de su mismo nivel social le transmitieron.

Al cumplir 18 años, nadie hubiera pensado que aquella joven tuviese un origen provinciano. Al salir del internado, en contra de lo que hubiera podido pensarse, Anita se instaló en la residencia que su tía Josefa, hermana de su padre, tenía en la prolongación del Paseo de la Reforma, en las Lomas de Chapultepec.

Amiga de las hijas de las familias más prominentes de la élite metropolitana, todo el mundo esperaba que Anita se comprometiese con algún miembro de la vieja aristocracia porfiriana o con algún cachorro de la Revolución, pero sorpresivamente la joven anunció su compromiso con otro muchacho de origen chiapaneco, también afincado en la capital del país.

Se llamaba Adolfo y era nieto de dos ex gobernadores.

La boda se celebró en la iglesia Votiva de Nuestra Señora del Sagrado Corazón, y después hubo una brillante recepción en el Jockey Club, a la que acudieron los empresarios más importantes de México, secretarios de estado y alguno que otro diplomático. Pocos fueron los chiapanecos invitados al convivio, pero muy bien escogidos entre lo más selecto de la oligarquía.

Después de pasar su luna de miel en Norteamérica y Europa, en un viaje que duró más de seis meses, Anita y Adolfo se instalaron en una casa de Polanco que él había heredado de su abuela, y ahí formaron su familia.

Tuvieron tres hijas y un hijo, a los que llamaron Ana, Piedad, Teresa y Adolfito. Integrados perfectamente a lo más granado de la sociedad y exhibiendo el dinero que tenían, para Anita y para Alfonso no les fue difícil casar bien a sus hijas, cuando estuvieron en edad de hacerlo, pero Adolfito, el único varón, siempre fue un dolor de cabeza para ellos, pues desde muy joven, el chico mostró una compulsiva adicción a las drogas y a los comportamientos erráticos.

La vida a veces da muchas vueltas y, sin darse cuenta, la fortuna de Anita y Adolfo fue mermándose hasta el punto de que tuvieron que vender la casa de las Lomas para instalarse en un amplio departamento de la colonia Narvarte. Amplio, sí, pero de la colonia Narvarte.

El cambio fue tan brusco que Adolfo no pudo resistirlo, y falleció de un ataque al miocardio, dejando a Anita sin más patrimonio que aquel vetusto departamento de Narvarte y las joyas que le había regalado desde que se conocieron.

Sin embargo, de San Cristóbal, Anita recibió la notificación de que sus hermanos, que se habían quedado en la sureña ciudad, habían decidido cederle los derechos que todos tenían sobre la casa que había pertenecido a sus padres y que ocupaba casi toda una manzana. Tenían la idea de que aquella refinada ama de casa se convirtiera de la noche en la mañana en empresaria, y que convirtiera aquella residencia, que databa del siglo XIX, en un museo, en un hotel, en un restaurante o en una plaza comercial.

Sin tener otra opción, Anita decidió vender el departamento de Narvarte, pero Adolfito, que a sus cuarenta y tantos años de edad permanecía soltero, protestó inútilmente. Sus hermanas le hicieron saber que si no apoyaba a su madre en el negocio que pretendía emprender dejaría de contar con el apoyo de las tres, y como niño berrinchudo, el hijo menor de aquella familia viajó con su progenitora hasta la gélida capital de los Altos de Chiapas.

Aunque había sido lujosa, la casa se encontraba muy deteriorada y Anita decidió invertir lo que le habían pagado por el departamento de Narvarte en repararla, mientras decidía qué hacer con aquel inmueble.

Adolfito pronto se relacionó con la comunidad de drogadictos de San Cristóbal, y pronto empezó a consumir substancias prohibidas con singular alegría. “Deberías ponerlo de patitas en la calle”, dijo una de sus hijas a Anita, pero ella le respondió que donde fuese que fuera su casa, sería también la de su hijo.

Cierta mañana, Anita decidió contratar a un indio para que limpiara de maleza el jardín, y le permitió la entrada para que el hombre pudiera trabajar. Adolfito llevaba más de tres días sin llegar a dormir y, preocupada, la dama se sentó en la cocina para beber un café.

Nadie supo qué fue realmente lo que ocurrió en aquel momento, pero después de algunas horas el indio que arreglaba el jardín se presentó ante el Ministerio Público, para informar que había encontrado a doña Anita, materialmente cosida a puñaladas en la cocina de su casa.

El hombre fue detenido, lo mismo que Adolfito, para iniciar las averiguaciones pertinentes. A pesar de ser un drogadicto, el hijo de la occisa salió exonerado, mientras que al indio se le consigno ante un juez acusado de homicidio. Fue encarcelado y a los pocos días lo encontraron ahorcado en su celda como si se hubiera suicidado.

El caso se cerró y Adolfito volvió a la Ciudad de México, en donde siguió drogándose y terminó muerto a balazos en una riña suscitada en una cantina de la colonia Portales. Al acudir sus hermanas al Servicio Médico Forense a reclamar el cadáver, les fue entregado un anillo de esmeraldas y un collar de perlas que habían pertenecido a Anita y que Adolfito llevaba en la bolsa del saco, lo que despertó suspicacias en las que nadie prefirió reparar.


Correo: santapiedra@gmail.com